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El hacha del clan McDurgim

La quilla del navío mercante de Marienburgo surcaba el mar del norte dejando una estela blanca tras de sí. El verano era cálido, agradable, más aún sobre para quienes viajaban en el sobre el navío, pues la brisa marina refrescaba a los tripulantes que iban en la cubierta. En el castillo de popa, el capitán timoneaba con firme concentración y, junto a los marineros, ni todo el viento que hinchaba las velas podía disipar el hedor a ron. Las blancas costas de Albion no estaban lejos. Entre los pasajeros, la mayoría eran nobles o burgueses que iban a disfrutar de sus verdes paisajes y estremecerse en su famosa niebla nocturna, que según decían, ocultaba los más insondables misterios. Pero había otros pasajeros que no eran nobles ni burgueses. Los tres se encontraban en un lugar apartado de la cubierta hacia estribor, y una atmósfera seria y densa los embargaba.

Uno de ellos era Earnor. El alto elfo estaba apoyado en la baranda de la nave, con la mirada fija en la espuma que se alejaba de la nave. Sus largos cabellos plateados dejaban ver un tenue brillo dorado a la luz del sol. Sobre sus hombros descansaba una tosca y a la vez majestuosa capa de piel de lobo con abundante pelaje en la parte superior. En su espalda colgaba una descomunal hoja élfica, tan alta como el elfo.

“¿Quién ese ese tal Karsak?” preguntó el segundo. Su nombre era Bennarg, un hombre que no llamaba la atención por sus vestimentas de pastorcillo empobrecido y su capa ondulante, pero que al mirarlo de cercan, más detenidamente, provocaba escalosfríos. Su capa no ondulaba al viento, sino que se retorcía como lenguas de fuego, y sin embargo parecía hecha de sombras. Su cuerpo, aparentemente endeble, conservaba cicatrices imposibles y un halo mortecino lo seguía. Como el de una persona que ha visto la muerte demasiado de cerca.

La respuesta que esperaba no vino del elfo, sino del tercer hombre que los acompañaba. Hsarus llevaba su rojo manto hacia la espalda, sobre la túnica negra que a su vez reposaba en una fina armadura completa de hacero de La Mancha. Había dejado su ornamentada cimitarra a su lado, pues estaba sentado en la cubierta, apoyado entre cajas y barriles, mirando hacia la proa y sumido en recuerdos, mientras aspiraba su narguile y el dulce humo se fundía con el mar y el ron. El burbujeo de la pipa evocaba recuerdos dolorosos de su amigo Karsak, el enano, mientras se ahogaba en su propia sangre. ¿Cuánto tiempo desde aquel entonces? Desde que las incontables hazañas que habían vivido, que lo habían convertido de un enano caído en desgracia a un rey, a quienes Hsarus y Earnor le habían jurado lealtad.

“Un amigo. Un héroe humilde. Con nosotros llegó a ser rey, hasta que… Bueno, hasta que murió a manos de Earnor…”. Los ojos de Hsarus no pudieron evitar revivir un duelo que creía terminado y que revivía como el peor de los fantasmas cada vez que oía el nombre. “Pero no lo mató directamente. No. Fue su seguidor más leal quien hizo el trabajo. Dolf, ¿te acuerdas, Earnor? El que te juró lealtad, el que hizo lo que le pediste. El que luego fue ajusticiado frente a todos nosotros, frente a ti, sin delatarte ni siquiera a las puertas de la muerte”. Sus palabras oscilaban entre la ira y el dolor como la nave en el vaivén del oleaje oceánico.

Sin dejar de mirar el mar, la voz del elfo respondió, sin poder ocultar el conflicto y la culpa. “Karsak… se había vuelto loco. Quería recuperar su fortaleza enana plagada de pieles verdes. Estaba dispuesto a ir solo y no nos dio tiempo para prepararnos… ¡Yo sabía como hacerlo para ganar tiempo…! Envié a Dolf a que simulara un atentado contra él… ¡No tenía que matarlo…!”.

“Entiendo”, decía Bennarg para sus adentros, mientras los otros dos se torturaban en el recuerdo. “Cargan un agravio contra los enanos. Nos pidieron ir hacia las fortalezas-túmulos del clan McDurgim, en las tierras de Alba y más allá del muro de Rebonwall donde la civilización humana termina. Para ayudar a unos parientes del ese tal Karsak, que están sufriendo producto de una guerra entre clanes”. Tras una pausa, Bennarg comprendió la tensión en que se hallaban sus compañeros. Tenían la oportunidad de saldar cuentas, pero por otra parte, el costo del fracaso podría ser emocionalmente intolerable. Sonrió ante la idea. “Esta misión es su día del juicio por la muerte del enano amigo”.

 

Cuando el barco arribó en el último puerto del norte, se aprovisionaron y partieron inmediatamente hacia las tierras de Alba, el extremo septentrional de Albion. La geografía se hacía cada vez más escarpada y cada kilómetro respiraban aire más alto y más escaso. El imponente muro de Rebonwall marcó el fin de la civilización. De aquí en adelante, los únicos humanos que habían eran montañeses de valles recónditos. Caminaron y acamparon durante varios días, y durante la noche, la niebla se posaba inefable, como si reclamara sus pastos como su propiedad. Escondiendo, sin duda, misterios que por suerte se mantuvieron como tal durante su travesía.

Tras unos días de camino, las puntiagudas montañas se volvieron colinas suaves y sinuosas. Los cerros a su alrededor presentaban enormes dólmenes, umbrales de piedra que marcaban la entrada de las fortalezas túmulos de los enanos de Alba y en el dintel de cada dolmen, escrito en las runas ogham, el nombre del clan.

Dejaron atrás los caminos de tierra y pasto para avanzar sobre el magnífico camino de piedra de los enanos, que aquí se hacían llamar “peghs”. De tanto en tanto, un enano montaraz se les acercaba, vestido con su kilt. Los guiaban hacia el túmulo del Clan McDurgim, pero con pesadumbre en la voz les comentaban que poco quedaba ya de ese clan.

No mucho más adelante lo vieron por sí mismos. Los alrededores del montículo había servido como campo de batalla demasiadas veces. Los cuervos merendaban los cadáveres que no habían sido recogidos y graznaban ante la llegada de los forasteros. Pasaron debajo del monumental dólmen y un enano manco los guió hacia su señor pegh. Los caminos subterráneos, que antaño debieron ser gloriosos, reflejaban el descuido y la falta de mantención. Muchas bóvedas destinadas originalmente a algún gremio enano hoy servían como tumbas, albergando cuerpos enanos cubiertos de mantas blancas, esperando ser enterrados. “El Señor Pegh, Durkam McDurgim, señores”. El guía hizo una corta reverencia y se marchó. Un puñado de enanos discutía en el salón antes de que llegaran. Tenían aspecto descuidado, con las barbas ensangrentadas y las armaduras sucias de sangre y barro.

Presentaron sus respetos a los enanos y en respuesta les sirvieron cerveza de raíz en copas de plata. Por sus miradas, era evidente que no tenían mucha, pero su honor y hospitalidad eran mayores a su avaricia. Bennarg aceptó, pero sus compañeros no. El señor pegh comenzó a hablar. Fue un alivio que no mencionara a Karsak. “Soy Durkam McDurgim, señor del Clan McDurgim. Mis familia ha sido diezmada por otro clan que desconocemos, enanos malditos… enfermos… Desde hace 50 años, solo nos atacan a nosotros y los demás clanes nos han abandonado, como si tuviésemos la peste de Cailleach. Podríamos defendernos mejor si tuviésemos nuestra reliquia familiar: el hacha de Tinne. Nos fue robada hace muchos años, pero sabemos que está escondida en algún lugar de los pantanos de Dasglow. Son tierras peligrosas pero no podemos disponer de nadie para ir en su búsqueda”.

Earnor y Hsarus estaban prestos a ayudar, afirmándose los atavíos y pertrechos para partir cuanto antes. Bennarg comenzaba a formular una pregunta sobre la supuesta enfermedad de los enanos atacantes, cuando los interrumpió nuevamente el enano manco de la entrada. Sus ojos abiertos, casi desorbitados, se perdieron en el vacío y cayó de frente contra el suelo de piedra, exponiendo una mortal herida cervical, justo debajo de la nuca. Parecía una… ¿mordedura? De pronto, gritos. Caos. Prepararon sus armas y corrieron hacia la entrada, pero el camino hacia ella estaba bloqueado por un puñado de enanos de piel blanca como la nieve y ojos con un brillo carmesí antinatural. Algunos mostraban dientes ensangrentados, otros aún mascaban pedazos de carne y había otros rajando las blancas mantas que cubrían los cadáveres enanos y hundían con avidez sus bocas en la carne descompuesta.

El horroroso escenario pilló desprevenidos a la escasa guardia enana, pero eso no hizo más que despertar la llama de la ira en el elfo. Fuera de sí, descolgó el mandoble élfico de su espalda y cargó de frente a los abominables remedos de enano, imaginando un golpe que los decapitaría a todos antes de llegar a la entrada, que reflejaba aún el cielo del ocaso. Pero tras el primer impacto su carrera se detuvo, viendo su espada atascada en el duro plexo solar descubierto de su primera víctima. Sin ímpetu, el elfo se vio rodeado de enanos caníbales, que le cayeron encima con sus hachas oxidadas y cubiertas de sangre seca. Los crueles filos se abrieron espacio entre el cuero endurecido de su armadura y la carne del elfo en el muslo y debajo de las costillas.

Un guerrero enano McDurgim sucumbió mortalmente frente a Hsarus. Sus ojos se encontraron mientras el enano imploraba ayuda antes de la oscuridad. “Salva tu honor, señor enano, y redímete en tu muerte” dijo Hsarus, mientras sostenía el alma del enano en este mundo y le daba la suficiente densidad para continuar su lucha como un espíritu.

Bennarg vio la desventajosa situación y no dudó un segundo más. Dominando las etéreas fuerzas que animan la vida, las obligó a penetrar en las vasijas que eran los cadáveres enanos, logrando alzar a uno de ellos, que despertó rasgando la manta que lo envolvía y arrojándose a sus enemigos sin expresión alguna de inteligencia ni emoción. Sin embargo, calleron sobre él, reduciendo su cuerpo a trozos. Lo mismo ocurrió con Bennarg, cuya capa de sombras no logró desplazarlo del ataque del hacha del enano a tiempo. Su débil cuerpo no fue capaz de resistir el impacto del hacha, que penetró entre sus costillas muy profundamente, a la altura del corazón. Su sangre manó pero su vida permaneció atada a su cuerpo con la indistinguible marca antinatural de la necromancia. El rostro de sorpresa ante la muerte se tornó de golpe en un rostro severo, mientras su cuerpo crecía en tamaño y un exoesqueleto le cubría su cuerpo como una armadura.

Los esfuerzos por resistir eran inútiles ante la fuerza de sus invasores. El elfo herido, con la rodilla doblada y afirmado en su espada, seguía recibiendo golpes. Su dolor fue apagado por la locura y antes de verse derrotado por esos remedos de enano, la magia de su raza fue expelida de golpe a su alrededor en la forma de un mar de llamas. El oleaje de fuego ahogó a sus enemigos, y quienes lo resistieron, sucumbieron a los voraces azotes del mandoble élfico. En segundos, los enemigos estarían hecho cenizas, pero eso no devolvía la sensatez al elfo, que ya no distinguía enanos enfermos de los aliados.

Antes de que alcanzara a caer un enano por la demencia del elfo, una vez más, Bennarg se desplazó hacia Earnor como si las sombras lo arrastraran por la oscuridad del camino del túmulo. Apareció frente al elfo, justo fuera del radio de luz que irradiaban las llamas que lo envolvían. Ignorando la quemadura, insensible al dolor en la muerte, se arrancó del costado izquierdo una costilla que creció hasta convertirse en una cruel maza de guerra con la que azotó el cráneo del elfo. Perdió el sentido y cayó al suelo desplomado.

 

Despertó con una cicatriz curada en la frente. Sus compañeros tomaban sus cosas. Sabían que no tendrían más información. Tenían que seguir adelante. Sabían que no se trataban de enanos normales; los enanos no tienen los ojos rojos, ni brillantes, ni devoran a sus congéneres. Pero tampoco hallarían allí las respuestas. Al clan tampoco le quedaban muchas fuerzas.

El pantano de Dasglow se hallaba a dos días de camino a pie, en dirección hacia las tierras de Tethra. Un país que perteneció a los primeros habitantes de la isla, la maligna raza de gigantes fomorianos que dominaron dotados de tanta fuerza como dominio de la brujería.

La niebla se hacía densa a medida que avanzaban, hasta que sintieron el putrefacto olor de la muerte y las aguas estancadas. Allí las nubes eran densas y filtraban la luz. Solo unos pocos árboles marchitos y de ramas caídas crecían allí. Tras varias horas horadando el barro y los pozos pútridos, distinguieron una cabaña de madera maltrecha.

Súbitamente, la respiración del elfo y de Hsarus comenzaba a condensarse por el frío, o por una presencia espectral, o tal vez por ambas. Una voz sepulcral, con el tono de una anciana y la intención de un demonio, penetró en sus espíritus como una risa maldita. Miraron a su alrededor, distinguiendo entre la niebla y el frío las contorneadas siluetas de tres brujas boiras.

Dos de ellas lograron fundirse con el pantano y refugiarse en el mundo etéreo, pero una actuó demasiado tarde. El elfo había acortado el espacio como un haz de luz plateado y abanicado la hoja que reflejaba la luz como si fuese hecha del mismo material que la luna. El mortal impacto disipó la oscura presencia de la bruja, dejando a sus hermanas solas.

En respuesta y desde el más allá, condensaron cristales de hielo que arrojaron sobre los tres humanoides. Uno de ellos se clavó en la pierna de Hsarus, penetrando entre las aperturas de su armadura, pero no bastó el golpe para abatir su espíritu. Más determinado por el dolor, comenzó a buscar a las otras dos hermanas, pues su afinidad con el mundo espectral había hecho sus ojos sensibles a los espíritus y no podrían esconderse de él de esa forma.

“Allá” señaló Hsarus, sobre un estanque. Le pidió ayuda a una de las almas que lo acompañaba, que abandonó su compañía para embestir el espectro de la bruja, apresándola desde el mundo de los espíritus y forzándola a condensarse en el mundo material. Cuando se hizo presente, nuevamente el elfo corrió hacia la orilla del estanque y de un salto, calló sobre ella con la espada en alto. El agua saltó estruendosa por su caída y el golpe del arma. Solo quedaba una bruja, que no tenía el mismo poder sin sus hermanas.

La necromancia de Bennarg la forzó a aparecer, al tiempo que dibujaba en el aire un glifo. La boira lucía como una vieja loca, pero poseedora de cierta belleza, aún vestida con harapos de campesino. “Donde está el hacha” le preguntó el elfo, que aún desconfiaba de los peligros a su alrededor. La respuesta fue una carcajada genuina y perversa. La risa de quien conoce un doloroso secreto que tu todavía no imaginas. El dolor que le provocó el necromante solo acrecentó su placer y volumen al reír. “Nada de lo que hagan impedirá la tragedia que envuelve al clan pegh McDurgim” decía entre carcajadas. Fue lo último que escucharon antes de que muriese y su cuerpo se desvaneciera.

La muerte de la tercera bruja hizo crujir la cabaña. El sello oscuro que la mantenía cerrada se rompió y la puerta quedó entreabierta. Pero antes de que ellos entraran a buscar el hacha, una mano poderosa la abrió desde dentro. Pertenecía a un enano de largas barbas rojizas y melena desgreñada. Era ojeroso y de nariz aguileña. Más importante, en su espalda estaba afirmada la reliquia. Estaba hecha con madera y ambar de árbol de acebo, Tinne como se pronuncia en el idioma ogham. Pero tenía además un halo oscuro, escalofriante, que susurraba horrores hacia tu corazón.

Hsarus se le acercó, confundido, y preguntó sin enjuiciar y esperando una respuesta que aclarara el asunto. “Entonces, ¿tú has robado el hacha?” le dijo, a lo que el pegh le respondió con voz ronca y profunda como un árbol, “sí, humano, la robé… hace 50 años. Porque con el hacha no tuvimos suficiente fuerza para enfrentar a esos enanos enfermos”.

Había algo triste en el enano y parecía cargar un peso en el corazón que despertó la curiosidad de Hsarus. Le explicaron que Durkam McDurgim los mandó a buscar el hacha, que había sido robada. El enano se presentó como Grum McDurgim, el herrero y maestro de runas hace medio siglo. En ese entonces sufrían los mismos ataques que ahora y con el poder del hacha no estaban siendo capaces de frenarlos. Ya habían perdido el apoyo de los demás clanes. No había mucho más que hacer que esperar la muerte. Entonces Grum decidió llevarla a Tethra, pidiendo ayuda al fomoriano brujo Fendwon, para que le diera el poder para salvar a su clan. Le dijo que tendría que reforjarla, escribiendo el nombre de Balor en el hacha. Cuando regresó y vieron la reliquia profanada lo exiliaron, pero entonces fueron atacados. “Esa vez fue distinto… Sí tuve el poder y no dejé ninguno vivo. Pero luego me marché. Me llevé el hacha y me encerré en este lugar”.

Mientras hablaban, el susurro de las brujas regresó tenuemente. Burlonamente. “Spriggan, spriggan”, repetían. El enano movió la cabeza. “Esas malditas boiras no han dejado de provocarme día y noche desde que me encerraron en esa cabaña”. Se miraron unos a los otros, pensando en cómo habría sido su vida estas últimas décadas. “¿Spriggan?” preguntó Hsarus, “y ¿qué pasó con Fendwon?”. El enano no respondió.

Las brujas estaban regresando. Durkam les había pedido el hacha y la habían encontrado, de una u otra manera. Era sensato regresar, de modo que emprendieron por las montañas el camino de regreso, mientras Grum les contaba más relatos, pero desviaba la conversación cuando le preguntaban sobre el significado de spriggan y por el destino del fomoriano. Grum tenía el aspecto de un bárbaro pacífico, pero capaz de explotar en cualquier minuto, y presionarlo con esos temas se sentía peligroso en cierta forma.

Dejaron atrás Dasglow a medida que se acercaban al paso de montaña que los llevaría de regreso hacia los túmulos. El camino era inquietante, pues no se dejaban de oír los susurros de las boiras, esta vez como un eco montañoso. El viento estaba soplando cada vez más fuerte y más frío. La escasa luz se veía opacada progresivamente por una vaporosa masa de negras nubes que se retorcía en el cielo. Comenzaban a rugir truenos. A salpicar copiosas aguas de tormenta. El viento susurraba una y otra vez, “ven… ven… Spriggan… Spriggan” como un cántico macabro en la tormenta. Lo escuchaban y miraban al enano, que continuaba con su paso cabizbajo.

La tormenta se hizo cada vez más estruendosa y los susurros de las brujas se volvieron un grito ominoso. Un rayo se cerca de ellos, en lo alto de la montaña, y de la tierra emergió una figura gigante, alargada como una serpiente, cubierta de gruesas escamas del color del cielo y del relámpago. Una miríada de cortas patas reptilianas movían al dragón, provocando una intensa carga estática al arrastrarse. La criatura rugió en la cima donde fue invocada y de sus fauces emergió un rayo hacia el cielo. Luego de ello, cargó zigzagueante montaña abajo, hacia su presa. Earnor aprovechó el terreno y se protegió debajo de una roca, de modo que cuando el Beithir pasara sobre él, le enterraría el mandoble en la parte baja del vientre donde era vulnerable. El golpe no bastó para acabar con la criatura, que se enroscó furiosa alrededor del elfo. La estática lo hizo saltar y con una mordida fulminante lo prendió en el aire. Sus colmillos grandes como plátanos se clavaron en el abdomen y el muslo de Earnor, que además sufrió una descarga eléctrica perdiendo el conocimiento.

Bennarg y Hsarus miraron al enano, que sujetaba firme el hacha sin hacer nada más. Bennarg, con la maza en mano, descargó brutales golpes cerca de donde Earnor le había herido. La sangre azul petróleo le salpicó la cara mientras el arma convertía las escamas petreas escamas en astillas y la carne en pulpa. Pronto, la criatura encaró a Bennarg. Sus fauces se abrieron pavorosamente para partirlo con una mordida, pero el necromante desvió la enorme cabeza del reptil con otro golpe de su maza. Más sangre brotó de la criatura, aumentando el éxtasis, que se expresaba en golpes cada vez más sanguinarios contra la criatura.

Era una batalla perdida. Hsarus lo sabía. Más preocupado estaba de cómo huiría con sus compañeros para evitar la muerte que los esperaba. Ya había visto muchos amigos caer durante su vida y esta batalla en sí no tenía sentido, al igual que muchas en las que había estado. Tampoco comprendía por qué Grum no peleaba. Ni lo que signficaba “Spriggan”. Un rayo abatió a Bennarg, aplacando su frenesí, sufriendo luego un destino similar a Earnor en el hocico del monstruo.

Solo quedaba Hsarus. La bestia lo vio. Uno más y se daría un festín de héroes, literalmente. Las fauces cayeron sobre él, pero la criatura rugió de dolor. Hsarus estaba dentro de su hocico, con una pierna apoyada en la mandíbula inferior y la cimitarra de acero de Assur perforando su paladar. “¡Grum!” le gritó. Pero no había ira ni desesperación. No le temía a su muerte tanto como a ese destino oscuro que cubría al enano.

Las mandíbulas se cerraron sobre Hsarus y los enormes colmillos agujerearon el acero de La Mancha. Sangre brotó de esos agujeros. Entonces Grum no tuvo más opción. Los vientos soplaron fuertemente y las brujas detuvieron su murmullo, satisfechas. Las extremidades del enano fueron las primeras en estirarse. Comenzó a crecer desproporcionadamente, brazos, piernas, luego la cabeza y el torso, repitiéndose una y otra vez, hasta que las montañas se hicieron pequeñas a su lado. Su rostro desfigurado había perdido sus facciones, que se habían tornado horrendas. El hacha creció con él. La alzó hacia lo cielos, separando las nubes como si fuesen niebla, y luego cayó verticalmente sobre el monstruo, que se partió como un rayo partiría un árbol.

Los ojos del enano-gigante se habían perdido. La voluntad de un ser antiguo intentaron tomar control, pero no lo conseguía. Earnor y Bennarg vieron junto con Hsarus el penoso acto de resistencia. El enano gigante, o más bien el spriggan, cayó de rodillas y sujetándose la cabeza, gritó más fuerte que cualquier otro trueno. Por instinto, Hsarus gritó con él, “Grum”, como intentando llamar al enano. Para que regresara. Para que se impusiera a la voluntad del gigante que deseaba apoderarse de él.

El grito mermó igual que la tormenta, mientras disminuía su tamaño. “Ese fue el precio” decía Bennarg, pensando en voz alta. “Te volviste un spriggan, tu alma y la del gigante se fundieron. Te dio el poder que necesitabas. Pero el precio es tu voluntad… Tarde o temprano será cobrada por Fendwon. Yo no tengo nada más que hacer aquí” le dijo al final a sus compañeros. “El trato entre Fendwon y Grum fue justo. No hay nada que saldar”. El necromante se marchó hacia las montañas, más allá del tenue manto de luz lunar, y fue abrigado por la niebla antes de desaparecer.

 

“Recluirme en Dasglow… Era la única manera de ponerlos a salvo a todos” explicó Grum. “Tuve que llevarme el hacha. Ella, Fendwon y yo estamos vinculados”.

“Lo que importa ahora es tratar de romper la maldición del Spriggan” le decía Hsarus con intensidad, olvidando a ratos el pobre destino de los otros enanos del clan McDurgim. En lo que hablaban, un fugaz halo de luz parpadeó junto a ellos, revelando una silueta humana en una nube de polvo al apagarse. Por un momento temieron que fuera nuevamente el Beithir, pero cuando se disipó la polvareda, la figura de su viejo amigo Felem se presentó. Vestía su abrigo largo de color petróleo. Su característico brazo derecho mecánico y unos pequeños anteojos que se afirmaban solos sobre el tabique nasal. Los miraba con su característica sonrisa presumida.

Felem había estado observando lo que pasaba. Venía de un lugar oculto en el cielo, un mundo anacrónico donde la tecnología se había desarrollado tanto como la magia en la tierra que ahora pisaba. Aunque esos mundos no se comunicaban, salvo por estos encuentros.

Hsarus y Earnor lo presentaron con el enano y lo pusieron al tanto. Los tres compartían la historia de Karsak. Felem había estado allí y le había advertido a Earnor el peligro de su plan. Pese al trágico final, no pudo evitar sentir la satisfacción de haber tenido razón. Pero no hablaron de ello más que con breves miradas.

“Los he estado mirando desde allá arriba” comenzó, aunque no entendieron a qué se refería. “Grum, el lugar donde hiciste el pacto y reforjaste el hacha. No escuches al necromante. Si algo he aprendido, es que todo tiene una forma de hacerse. Es cuestión de encontrar el método y ser minucioso en la ejecución”.

El lugar del que hablaba no estaba lejos de ahí. Fendwon tenía su cubil en la periferia de Tethra, en la gruta de una montaña, escondido tras un camino boscoso.

Tras una jornada de viaje la encontraron. Los sentidos sensibles a la magia de Earnor solo percibían un leve cosquilleo. La tierra, por otro lado, si se veía yerma. El pasto seco, los árboles marchitos y ni rastro de vida natural.

La entrada era enorme y natural. No se adentraron mucho cuando escucharon un aspero y potente sonido. La cueva resonaba con los pasos agigantados de su habitante. “¿Cómo puede estar habitada por un gigante?” comentó Felem. Al entrar, todas sus dudas se disiparon. Su altura hasta la joroba era de más de cuatro metros y su cabeza se proyectaba hacia adelante desde sus hombros. Tenía una piel correosa de color oscuro y brillo púrpura. Su rostro era humanoide y monstruoso, donde resaltaban sus ojos inteligentes de esclera amarillenta. Emanaba un perversa sensación de brujería a su alrededor.

Su presencia comenzó a contaminar la consciencia, infundiéndoles una sensación de terror, de que serán eternamente perseguidos. Felem se maldijo por haberse involucrado en este asunto y buscó la manera de salir de ahí. Pero los otros dos estaban más comprometidos con ayudar a Grom, que se mantenía cauto afuera de la cueva. Earnor salió de su escondite tras resistir la amenaza del fomoriano, quien posó su mirada sobre el elfo, sorprendido por la magnífica compostura mental que había demostrado. Estupefacto, se le acercó despacio y puso una rodilla en el suelo, bajando la guardia frente al héroe de orejas puntiagudas. “Admirable…” le dijo, mientras un orgullo recorría la piel de Earnor. “¡Admirable la ingenuidad de quienes entran a mi cueva!”. Una zarpa del gigante aprisionó al elfo y trituró sus huesos, pero no perdió el conocimiento. Tosiendo sangre, comenzó a provocarlo, relatándole la historia de como antiguos parientes habían acabado con amenazas aún más grandes en condiciones todavía más adversas. El pánico sobrecogió al fomoriano que comenzó a apretar más al elfo moribundo.

“Espera” dijo desde atrás Hsarus, con la voz profunda y serena. “No tenemos nada contra ti, solo hemos venido a ayudar a un amigo”. El fomoriano lo miró sobre su hombro girando su cabeza. Parecía calmado y Hsarus continuó. “Mi amigo es un enano que fue maldecido. Dinos, por favor, si conoces la manera de revertir la maldición del spriggan”. El gigante soltó al elfo, que calló desplomado. Lentamente se dio vuelta, quedó de frente a Hsarus y le acercó su rostro calmo a menos de un metro. La boca se entreabrió y dijo con parsimonia: “No”. El mismo olor de los enanos enfermos salió de su boca. Un poderoso golpe del gigante sorprendió a Hsarus, quien alcanzó a protegerse con su capa. Pensó que el impacto lo dispararía contra las paredes de roca, pero de alguna forma no lo movió.

No había nada más que hacer que escapar del monstruo. Nada le molestaba más a Earnor, quien corría con Hsarus hacia afuera de la cueva. “Creo que se alimenta de esos enanos enfermos” le comentó mientras corrían. Entonces el elfo entendió y recordó. No se comía a los enanos enfermos. ¡Era un enano enfermo!

Recordó una vieja historia que cuentan los elfos de Inis Fail, sobre unas criaturas de ojos rojos, sin forma ni materia, que se alimentan de sus víctimas y les roban su forma, volviéndose luego adictos a ellos. Necesitan seguir comiendo para mantener la forma robada. Esas criaturas eran llamadas brollocan.

El fomoriano los seguía desde atrás, pero la furia se inyectó en la mirada de Earnor, quien frenó derrapando y dando un giro de 180 grados, mientras desenfundaba la colosal espada. En su carrera cargando hacia el monstruo se encendió en llamas y dio un salto hacia él con la espada en alto. El golpe fue tan preciso que tal vez hubiese matado a un verdadero fomoriano, pero al brollocan que solo remedaba su forma el impacto ígneo lo desintegró por completo.

“Creí que exagerabas cuando contaste la historia de tu ancestro matando gigantes” le dijo Grum mientras entraba a la cueva, refiriéndose al ataque del elfo, quien se calmaba un poco. Habían sido engañados. Sus huesos no estaban rotos en realidad, pero así se lo había hecho creer. Odiaba cuando lo engañaban.

Recorrieron la cueva y hallaron el lugar donde Grum había reforjado el hacha. Había un pentagrama necromántico dibujado en el suelo, el mismo que había utilizado hace medio siglo atrás. Había también un martillo pequeño y varios cinceles hechos de un metal profano, según el examen del elfo y del tecnólogo.

Grum se acercó al pentagrama y puso el hacha sobre él. “Sí aquí fue forjada, aquí también podré romper el sello de Balor que le escribí”. Tomó el martillo y un cincel e intentó clavarlo con fuerza, como quien clava una estaca en el corazón de un vampiro. El cincel se desintegró dejando el hacha intacta, pero también se detuvieron los susurros que emanaban de la reliquia. Seguía maldita y él seguía siendo un spriggan, pero ahora el hacha ya no contaba con la protección fomoriana. Al menos ahora sí podía ser destruida en el lugar nació: en las profundidades del túmulo de los McDurgim.

Había otro lugar extraño en la cueva. Un laboratorio de hechicería, con viales y retortas que hervían y se enfriaban. Estaban conectadas a glifos tallados en la roca, del que emergían sendas tuberías flexibles que se hundían en la tierra. Del cielo abovedado, los cables regresaban y caían sobre una enorme probeta de cristal, en cuyo interior se estaba gestando un brollocan en su forma original. La máquina parecía estar funcionando desde hace décadas.

“De manera que Fendwon estaba creándolos” dijo Grum para sus adentros y sintió una risa en su corazón, que sintió como angustia en el hecho. “Todo fue trazado desde el principio. Él tomaría mi forma de pegh, los brollocan tomarían las formas de mis hermanos, y con el hacha doblegaría a todos los clanes bajo el estandarte del hacha maldita”. Podía sentirse como temblaba su mandíbula detrás de la tupida barba roja, mientras dos lágrimas hacían surcos en la sucia cara del enano. “Salvaste a los tuyos y aún hay tiempo para ti” le dijo Hsarus, recordando a los que él no había logrado salvar, intentando también darse esperanza a sí mismo con sus palabras.

“Destruyamos esta abominación” decía Earnor, mientras preparaba su golpe, pero Felem lo detuvo escéptico. “Esta máquina interviene en el ciclo biológico. Normalmente, el cadaver de un ser vivo se vuelve alimento para la tierra, que a su vez vuelve a alimentar a otros seres vivos. Pero esta máquina interrumpe ese proceso, alimentándose de la vida en los cadáveres para procrear a los brollocan”.

“¿A dónde irá toda esa muerte si rompemos la máquina?” preguntó Hsarus. Se esparciría como una necrosis, como una hemorragia interna dentro del seno de la naturaleza.

Las tuberías que penetraban en la tierra ascendían hacia la superficie por las estalagmitas de la cueva. En los extremos de cada estalagmita podía percibirse un tenue brillo palpitante, que al examinarla reveló una runa ogham. Eran cinco letras, que según los archivos detallados de Felem, traducidas a la lengua vernácula, eran: D, E, A, T, H. “Muerte” en el idioma de Albion.

“Todo en esta isla está atorado en la muerte por brujería. Necesitan ser guiadas para trascenderla” dijo Hsarus, mientras tomaba un cincel y escalaba las estalagmitas. Le ofreció una sonrisa de esperanza al enano mientras escribía algo. Y lo que escribió hizo detener a la máquina, que se detuvo exhalando su último aliento de muerte. “Vida” es lo que hacía falta.

 

Hicieron el camino de regreso, desde Tethra hasta el túmulo de los McDurgim. La última vez que lo había hecho era hace medio siglo atrás y cargado de miedo y culpa. Pero esta vez el enano pegh Grum McDurgim venía con esperanza, ayudado por misteriosas personas foráneas. “Destruiremos el hacha y con ella tu maldición de spriggan” le repetia Hsarus, a lo que el enano respondía con silencio.

El montículo los sorprendió antes de lo que esperaban. No habían recibido más ataques desde que se fueron. Cruzaron el dolmen y las runas de Tinne grabadas en el hacha comenzaron a brillar. Los pegh lo miraban con miedo, asombro o desprecio, y lo siguieron de lejos mientras caminaban hacia el señor pegh Durkam McDurgim.

Se miraron largo rato el uno al otro, a cierta distancia. Las expresiones de piedra, como sentimientos grabados hace décadas que se hubiesen mantenido intactos frente a la erosión que provocan las guerras y la muerte. “Veo que has tenido el descaro de regresar y romper el exilio, Grum” comenzó el señor enano. “Yo no he roto nada. Entiendo que querías el hacha y eso es lo que he traído”. La discusión se propagó reviviendo agravios antiguos, muchos de ellos anteriores al nacimiento de Hsarus y Felem. “Tú me exiliaste después de que había matado a… a los brollocans, y ahora que me necesitas otra vez, no eres capaz de reconocerlo”. “Mancillaste el honor de nuestro clan corrompiendo nuestra reliquia”. “Salvé sus vidas”.

Los gritos iban y venían. Verdades enterradas en el tiempo, entre túmulos y pantanos, emergían ahora con la violencia de una pústula que revienta en la piel. Nada podía intervenir en esa riña, salvo otro enano y así ocurrió. De la entrada llegaron corriendo y clamando “a las armas”. Ya no era solo un puñado de ellos, sino al menos un centenar.

Los invasores se apiñaban en la entrada, pisándose los talones, ávidos como una manada de toros sueltos en las calles de Castillas. Grum sujetó el hacha con fuerza, pero sabía que no había una victoria posible para él. Si liberaba el spriggan una vez más, el fomoriano Fendwon se apoderaría de su voluntad. “No vas a pelear ahora, después de todo” lo increpaba su señor, a lo que solo respondía mordiéndose la boca.

Earnor guió la defensa en el punto más estrecho defendible, acompañado de Felem los pocos enanos que quedaban. “Hsarus, lleva a Grum a los cimientos del túmulo…”, no dijo más, pero no necesitó hacerlo tampoco. Hsarus y el tosco enano descendieron por la viejas escaleras de piedra, a las profundidades del túmulo. Cinco pilares dispuesto geométricamente en cada vértice de un pentágono imaginario. Hechos de gruesos troncos de acebo y piedra sostenían el alto cielo, dejando en su interior un pequeño altar con forma de yunque. En cada pilar brillaba una runa ogham, que en su conjunto reproducían el nombre sagrado del arbol: “tinne”.

“¡Destruye el hacha!” clamaba Hsarus mientras el enano miraba el templo con nostalgia. Lento. No había tiempo que perder. Pero el enano no reaccionaba. Miraba los pilares majestuosos y sus runas brillantes. “Hsarus, amigo, estos pilares y sus runas protegen el hacha y sostienen el túmulo. Aunque quisiera destruir esta reliquia, sería necesario romper antes los pilares y para ello… Incluso así, moriríamos todos”. Hsarus estaba ansioso y no entendía lo que quería decir. El enano siguió hablando. “Anda a la superficie y llámalos. Hay una salida secreta por la que pueden escapar”.

Sin comprender del todo, Hsarus subió las escaleras y avisó a Earnor para que lo siguiera, al mismo tiempo que sentía el primer temblor, causado por el impacto de un gigante destruyendo el primero de los pilares de piedra y madera.

Cubriendo la retaguardia, Earnor guió la retirada hacia las profundidades. Los enanos supervivientes guiados por Durkam descendieron y vieron otra vez lo que se suponía que era solo un viejo cuento. El spriggan de Grum, talando los pilares con el hacha sagrada de la familia. Solo quedaba un pilar cuando Hsarus terminaba de guiar a los enanos por la salida secreta. Los brollocan estaban siendo contenidos por Grum hecho gigante, apenas soportando la voluntad de Fendwon que quería apoderarse de él.

Durkam lo miraba asustado, con los ojos abiertos, sin saber qué decir. Solo atinó a guiar a su gente por el pasaje mientras enojado consigo mismo derramaba lágrimas de frustración, demasiado tarde en su vida. Hsarus y Earnor estaban ahí todavía, acompañándolo para pelear. Pero el enjambre de brollocan se le subía por el cuerpo como feroces hormigas y le daban mordiscos que aún no le causaban mayor mella.

“Grum…” gritaba Hsarus, pero su frase moría ahogada en el dolor. “Vámonos” le dijo entonces a Earnor, quien había logrado matar a un brollocan en ese intertanto. “Morirá para salvarnos a todos. Tanto de los brollocans como de sí mismo”. Earnor entendió lo que pasaba, cerró los ojos y gritó con el corazón, al mismo tiempo por dolor y envidia ante la gloriosa muerte que tendría su amigo enano. Grum le correspondió con una sonrisa y le dijo: “la muerte de este enano no corre por cuenta tuya, elfo”.

Los dos hecharon a correr hacia fuera del pasadizo, mientras pensaban que Grum siempre supo lo que había pasado con Karsak, pero no lo había mencionado. Solo necesitaba romper el hacha para liberarse, pero no habría tiempo para hacerlo.

Cuando salieron a la superficie, a unos cientos de metros del montículo, sintieron el último temblor. El túmulo comenzó a colapsar y su redondeada forma quedó convertido en un montón de tierra cóncava, como el cadáver de un cerro antaño majestuoso.

Solo había silencio entre los supervivientes, que con las gargantas anudadas no eran capaces de hablar ni llorar, imaginando la condena que habría sufrido Grum cargando en su pecho el maligno espíritu del fomoriano. Peor aún resultaba la pesadilla, pues ahora en la muerte, cargaría su tormento eternamente.

Un ruido interrumpió el momento. El avance traposo y el gorjeo de un superviviente, que salía trabajosamente de las ruinas del dolmen. Un brollocan. Una vez fuera de la ruina, su cuerpo se desplomó de frente, dejando ver en su espalda un pedazo del hacha de Tinne del clan McDurgim.

El túmulo completo pareció brillar ante los ojos de Hsarus, quien percibía el descanso de su amigo enano mientras le agradecía palabras a su diosa Eziath. Earnor tomó el pedazo del hacha y se la entregó con orgullo y una sana envidia a Durkam. Éste la tomó y la hundió en su propio escudo, como tomando la azarosa forma del metal quebrado en un emblema sagrado. Levantando su escudo hacia su pueblo dijo “Aquí yace la tumba del último sobreviviente del clan McDurgim. Desde hoy en adelante, somos hijos de quién nos ha dado la vida. Desde hoy, seremos el Clan McGrum”.