El viejo del mar le hacía honor a su nombre. Había visto la luz cuando su madre Gea era joven y Urano todavía aprisionaba a sus hijos en su vientre tartárico, haciéndola temblar de dolor. Había nacido del abismal Pontos oceánico y creció escuchando los sordos aullidos de su madre. También la enorme Ceto se compadecía de Gea. El amor por ella los unió y del odio común engendraron a las monstruosas gorgonas, soñando con la venganza contra Urano. Pero el regente del mundo era superior a todas ellas y nada cambió. En la estéril espera nacieron las grayas, ancianas grises que compartían un ojo y un diente entre las 3.
Durante esa eternidad, el viejo del mar era temible y monstruoso, pero cuando Cronos castró a Urano, cayó una lluvia que lo volvió noble y gentil. Celebró con su esposa 50 veces y de su alegría nacieron 50 hermosas hijas, conocidas como nereidas. Separado el cielo de la tierra, presenciaron el primer ocaso; era dorado como las manzanas que crecieron donde se ocultó Helios y como los cabellos de las hijas que nacieron contemplándolo: las Hespérides.
El tiempo de Cronos lo revelaría como un fiel hijo de Urano, replicando con su esposa lo que antes hicieran con su madre. El anciano lo contempló devorando a los cinco primeros crónidas, pero el océano había visto nacer a grandes mujeres desde la caída de Urano. Una de ellas fue Metis, la sabia, que engañó a Cronos dándole una piedra en lugar de a su benjamín.
Metis aconsejó al joven Zeus mientras lo veía crecer. Estando a su lado consiguió que los cíclopes le forjaran armas y le entregó el brebaje que haría a su padre vomitar a sus hermanos. Cuando se hizo un verdadero dios olímpico, fue su amante durante la titanomaquia y debió haber sido reina, pero profetizó que la descendencia que tuviera con ella lo destronaría.
El pecado de Urano que se propagó a Cronos contaminaría también a Zeus, que devoró completa a su amada, celoso de su posición suprema. No obstante, Metis concibió una hija en la cabeza de Zeus, sabia como ella y fuerte como él. Al nacer, golpeó su cráneo provocándole una jaqueca insoportable. Con ayuda del dios herrero, abrieron su cabeza y desde allí parió a Atenea. Mas la hija de su padre respetó su soberanía y le juró lealtad.
El supremo le entregó los mares y océanos a su impulsivo hermano Poseidón, dominándolos con omnipotencia gracias al tridente que le habrían forjado los cíclopes. El anciano del mar no pudo evitar que tomara a sus 50 hermosas hijas. Su frustración no terminaría, pues tomaría además a su enorme esposa y la utilizaría para atormentar polis y reinos. Atenea no haría nada para oponerse al marino regente de su padre.
El viejo del mar había visto la historia repetirse tantas veces que supo también cómo seguiría, adquiriendo el don de la videncia. Se entregó al proteico oleaje y a la inasible sustancia del océano para que nadie pudiese encontrarlo ni preguntarle por el futuro. Logró esquivar al nuevo señor de los mares para reencontrarse con su esposa. “Lo divino es eterno, pero lo mortal es germen de cambio” le dijo, y como mortal yació con ella por última vez.
Tuvo así a su única hija mortal y la nombró Medusa, entregándosela a sus hermanas grises para ocultarla de Poseidón. Le enseñarían sobre cómo nació el mundo, sobre sus luminosas hermanas del ocaso y las oscuras gorgonas, admirando a las primeras y temiendo a las segundas. Pero era diferente a sus hermanas inmortales y nadie le explicaba por qué, ya que solo el anciano del mar lo sabía.
Las viejas grises la desalentaron de que lo buscara, pues nadie podía hallarlo, pero ella lo buscó descendiendo por las profundas cavernas, donde los ríos se filtran, perforan la piedra y surcan las profundidades de Gea. En la absoluta oscuridad, escuchó cómo las gotas sobre una poza pronunciaron su nombre.
“Medusa. Naciste mortal para que pudieras elegir qué vida tener: una dorada como tus hermanas de la tarde, una oscura como tus terribles hermanas mayores o una gris si no eliges ninguna de ellas. Según tu elección, este es el destino que sufrirás…”.
La hermosa mortal regresó con sus hermanas y un destino elegido. En su corazón sintió piedad por Atenea y erigió para ella un templo sobre un suave prado de primaverales flores, junto al mar para no olvidar sus orígenes. Pero sus plegarias no se dirigían a la belleza, ni a la fuerza, ni a la inteligencia de la diosa, sino a la herencia que profetizó su madre:
“Oh, mi señora, que debías ser suprema y heredar el reino de tu padre, como hiciese Cronos con Urano y Zeus con Cronos. Tu humillación y lealtad les costaron mucho dolor a tus hijas, que desde aquí te adoramos esperando que ascienda tu grandeza”.
Mientras, en la gran ciudad de Argos, un rey sin descendiente varón consulta al oráculo, de quien oye que su hija Dánae tendrá un varón, pero que éste lo matará. El pecado de Urano cala en él, encerrando a su hija en una torre de bronce. Zeus entraría por la rejilla de su ventana con la forma de una lluvia refulgente, empapando su piel y su vientre. Cuando el rey encontró a Dánae con su hijo Perseo, incapaz de matar a su propia familia, los arrojó al mar encerrados en un cofre de madera.
Una ola había bañado el pórtico del santuario de Atenea. Cuando Poseidón ve a la hija mortal de Ceto, un impulso tempestuoso lo hace inundar la costa con salvajes olas, penetrando en el templo donde se hallaba Medusa sola. El oleaje la vuelca y desnuda agresivamente y los embates del mar la poseen con violencia, ahogando sus gritos de ayuda a la diosa Atenea, dejándola tendida frente al señor del mar, entre azuladas algas marinas.
Casi al mismo tiempo, las aguas tempestuosas destartalaban el cofre con Dánae y Perseo. Antes de que la tormenta los destrozara, Zeus pidió a Poseidón que calmara las aguas, quien así hizo por su hermano y señor cuando terminó lo que estaba haciendo en el templo de Atenea.
Desnuda y humillada sobre el mármol, con el dorado cabello apelmazado sobre su rostro, habló a su señora: “He yacido en tu templo virgen, contra mi voluntad. Mi cuerpo está lleno de odio y reniega de la vida con que ha sido infectado por el señor del mar. Pero mi corazón sigue clamando por ti, mi señora. El destino que sufrí, lo sufrió antes Gea por Urano, Rea por Cronos y Metis por Zeus. Pero yo seré la última y te protegeré a ti y a todos”.
La diosa por fin le respondió: “Amada Medusa, ¿qué estarías dispuesta a sacrificar para tener tal poder, que ninguna diosa ni mujer ha conseguido antes?”. “Todo mi cuerpo” respondió.
Atenea entendió la profundidad de sus palabras. Ante el panteón olímpico, incluido Poseidón, fue increpada sobre el castigo que sufriría la mujer humana por haber copulado en el sacro suelo. “Sus cabellos dorados serán transformados en serpientes; su cálida piel en duras escamas de las que crecerán alas doradas; sus finas uñas en garras de bronce; el odio de sus ojos petrificará al que ose mirarlos y vivirá como sus hermanas górgonas hasta el último de sus días mortales”.
Espantados los dioses por la monstruosa transformación, inspiraron por años a que héroes aqueos de todas las regiones le pusieran fin a la criatura. Vivía con sus hermanas Esteno y Euríale en el desacralizado templo de Atenea, en la isla de Erytheia, donde las flores primaverales han sido reemplazadas por incontables estatuas de hoplitas. Hombres y dioses le temían por igual.
Para entonces, el joven Perseo y su madre Dánae vivían todavía felices con el pescador Dictis que los había encontrado. Medusa no tenía mucho tiempo. Extendió sus alas que la llevaron junto a una herma, donde emboscó al dios mensajero y lo obligó a que la condujera al inframundo. El dios obedeció aterrorizado y nadie se atrevió a interponerse por miedo a que la gorgona abriera los ojos. Incluso el rey de los muertos se vio intimidado y le ofreció lo que quisiera, pero Medusa solo le pidió prestado su casco mágico.
Pidió a Hermes que la llevara al Monte Olimpo y se abrió paso hasta llegar donde Zeus, quien temía ser destronado en este acto, pero Medusa solo le pidió una espada adamantina que mandó a forjar a Hefesto. De vuelta en la terrenal Europa, le pidió a Hermes sus sandalias aladas.
Voló de regreso a Erytheia, pero pasó antes al Huerto de Hera, donde sus hermanas Hespérides cuidaban el jardín donde crecían las manzanas de oro. Ellas la abrazaron alegres, pero rápidamente sus ojos se entristecieron al ver su piel escamada, sus garras y sus cabellos de serpiente. Aunque Medusa no podía verlas, sabía por sus voces que eran tan hermosas como el jardín y las manzanas. Sin embargo, sabía que servían a Hera cuidando de esas frutas y que ella les prohibía tomarlas. La poderosa sierpe Ladón velaba por ello mientras se deslizaba entre las ramas.
Medusa les devolvió una sonrisa humilde y soltó los artefactos frente a ellas. “Necesito pedirles un favor. Denle estos objetos al héroe que logre llegar hasta acá”. Sus hermanas rieron ante la imposibilidad de ese suceso, pero Medusa continuó. “Denle, además, el zurrón con el que recogen las manzanas, el que hicieron con la piel de gorgo Aix, la cabra que Zeus mató al inicio de la titanomaquia”.
“¿Qué venganza estás planeando, hermana, que necesitas de los objetos más poderosos que existen?” le preguntaron a la górgona. “La única posible para quien no alberga más que odio en cada daktilo de su cuerpo” respondió. No le preguntaron nada más. La abrazaron cariñosamente y con los ojos húmedos, hasta que la vieron marcharse hacia el este.
Llegó a las cuevas de Cisthene, donde sus ancianas hermanas grises la criaron cuando era niña. Eran húmedas, lóbregas y olían a podrido. Sobre un pequeño altar de piedra había un ojo que se clavaba sobre ella, alterando el diámetro de su pupila con aires de alerta. Dos ancianas ciegas y desdentadas forcejeaban con una tercera, que parecía intentar roer la carne de un fémur humano con un único diente. Cuando el ojo se clavó en Medusa, se calmaron.
“Te dijimos que no buscaras a tu padre. Mira como terminaste, hermanita”, comenzó una de ellas, la más flaca y nerviosa de todas. “Tu poder te precede e infundes el terror en hombres y dioses por igual, pero no te tememos” continuó la que tenía el diente y el hueso en la mano, cubierta de sangre sus harapos. “Aunque tú sí nos temes a nosotras, ¿por qué?” añadió la tercera, la más sombría de todas, “¿Será porque no puedes intimidarnos con tu mirada, dado que solo tenemos un ojo entre las tres?”.
Medusa veía a sus hermanas y recordaba con cariño su sarcasmo, aunque hace tiempo que no las veía con admiración. “He venido a decirles cómo puedo morir” respondió con frialdad. “Nuestras hermanas, las Hespérides, tienen todo lo necesario para ello”.
Las tres se pusieron de pie de un salto. Las leyendas sobre el poder de su hermana menor les había hecho olvidar que era mortal. La cercanía de las grises con la muerte las hizo entender que hablaba en serio. “No te odiamos, hermana” dijo la más nerviosa, todavía más sobresaltada que al comienzo. “Lo sé, Pemphredo” respondió Medusa. “Tampoco te ayudaremos a morir” añadió la ensangrentada. “Sé que eso piensas, Enyo”. “Por eso estás asustada, ¿nó?”. “Así es, Deino. Porque sé que nunca han elegido un bando. Eso las ha vuelto egoístas y cuento con ello. Ahora todo dependerá de él”. Diciendo eso, Medusa abrió sus alas y se perdió en el azul Urano.
De vuelta en Erytheia, la recibieron sus hermanas inmortales y poderosas. La más alta, Estheno, tenía una complexión fuerte, con la espalda ancha y músculos que parecían cables de bronce bajo su piel. Sus ojos habían visto más muerte que ninguna otra. Euríale, la segunda, era cercana a ella, preocupada como una madre desde su conversión.
Medusa se sentó sola a recordar la profecía de su padre. Para este momento, Dánae ya debía haber sido encontrada por el hermano de Dictis, el rey Polidectes de Sérifos. Un hombre sin gran honor obsesionado con Dánae, aunque Perseo se le interponía. Ya era un joven fuerte, como solía serlo la progenie de Zeus. Pronto, Polidectes simularía pretender a la princesa Hipodamia y pediría a sus nobles que les regalen caballos para la dote. Sabía que Perseo era pobre y no podría dárselos. Ingenuamente, le ofrecería lo que él le pidiese… y el rey le daría una respuesta inesperada: “mi cabeza” dijo en voz alta.
“Oh, mi señora” continuó, “guía a tu hermano Perseo y ayúdame a cumplir mi ofrenda hacia ti, para cumplir también mi destino. Dejar atrás mi cuerpo, que solo tiene odio, y darle lo mejor que me queda a este mundo, para protegerlo y para protegerte a ti como heredera suprema”.
Medusa seguía recordando las palabras del anciano del mar. Perseo estaría perdido, sin saber por donde empezar, hasta que su mismísima hermana, la diosa Atenea, se le aparecería. Le dirá que solo mis hermanas, las ancianas grises, saben cómo puedo morir y dónde vivo. Viajará a la isla de Cisthene y mis hermanas lo molestarán, se burlarán de él. No le responderán a su pregunta pero, como buen hijo de Zeus, encontrará la manera. Mientras Pemphredo le pasa el ojo a su hermana Enyo, el veloz muchacho lo interceptará. Su fuerte mano cegará a las ancianas y amenazará con nunca devolverles el ojo. Entonces, desesperadas, velando como siempre por sí mismas, le revelarán lo que les revelé yo.
En el jardín de Hera, mis bellas hermanas de la tarde lo recibirán. Le darán el casco, la espada, las sandalias, el zurrón… y tú, mi señora, le darás personalmente el escudo. Tan pulido que parecería un espejo. Con el escudo al hombro, las sandalias de Hermes te llevarían hacia los confines del mundo conocido, donde el río Océano circunda la isla de Erytheia. Desde las alturas, verás el risco, el prado de estatuas de tus hermanos guerreros y las ruinas del templo profanado de la diosa. Yo te esperaré en la penumbra, entre estos enormes pilares blancos.
El joven descendió a los suaves prados de guerreros petrificados, apenas conteniendo su pavor, a pesar de la divina panoplia. Llevaba el escudo en la mano izquierda, pero al revés, como si cargara con un espejo en lugar de un escudo. En la derecha sujetaba fuertemente el harpe, la espada adamantina con una hoz. El zurrón de cuero de la gorgo aix cruzaba su torso desde el hombro izquierdo hacia la derecha. Llevaba el yelmo krános a medio poner, apoyado en la parte posterior del cuello y en la frente.
Se movió con sigilo en la penumbra, con extrema alerta a cada detalle que reflejaba su escudo. De pronto, lo que parecía un candelabro apagado tomó la forma de un brazo con garras de bronce, sujeto a un cuerpo escamado y serpientes que revoloteaban sobre una cabeza, demasiado aterrado para reconocer la belleza que conservaba.
Medusa se le acercó y vio su rostro reflejado en el escudo de la diosa. Esbozó una genuina sonrisa que ningún mortal jamás notó. El batir del adamantio pasó bajo su cuello como una estrella fugaz en la noche, separando la cabeza de su cuerpo. El odio había quedado atrás, desplomándose sobre las losas de mármol ensangrentado. El muchacho, con la mirada baja, sujetó la cabeza de la gorgona por las serpientes y la levantó hacia el cielo del templo, hacia un haz de luz que se filtraba de las ruinas. Con el orgullo del cazador que ha matado al león, Perseo exhibió el trofeo hacia sus dioses y su padre correspondió a la hazaña con un trueno de satisfacción. Medusa miró a través del haz de luz y vio el rostro de la diosa, en medio de la algarabía olímpica. Pero la diosa estaba seria y blanca, como el mármol, conteniendo su pesar.
Por la herida que estaba en el cuerpo nació el primer hijo de Poseidón: un hombre que creció hasta ser muy grande y fuerte. En su cinturón colgaba una espada dorada y en sus ojos la violencia de Urano. Mas por la herida de la cabeza emergió un caballo blanco, que recordaba a la espuma del mar cabalgando sobre las olas, pero con una diferencia: esta espuma era ligera y formaba a su alrededor dos gloriosas alas.
“Pegaso, hijo” susurró Medusa inaudible para Perseo, que tampoco podía mirarla, “recién ahora me he liberado del odio, pero necesito de tu ayuda para completar lo que quiero. Por favor, llévame junto a Perseo a donde te diga”.
Las gorgonas Esteno y Euríale no estaban lejos de esto y, apenas escucharon el cuerpo de su hermana desplomarse y fueron prestas a ver de qué se trataba, hallando el cadáver decapitado. Euríale la tomó en sus brazos, la presionó contra su pecho y su aullido desconsolado desgarró el mármol y la piedra de los guerreros petrificados. Esteno jadeaba buscando a su presa, pero no halló a nadie, a pesar de que Perseo solo estaba a un par de metros de ellas, con el casco del señor de los muertos cubriendo completamente su cráneo.
Se alejó del templo hasta quedar a salvo de las gorgonas. Se quitó el casco y la luz volvió a reflejar su imagen invisible. Dejó también la espada, el escudo y las sandalias, que Hermes devolvería a los divinos. Medusa dormía en paz en el zurrón de la vieja cabra, recordando la profecía de su padre. Apoyado sobre el costado de Perseo, imaginó como habría sido una vida con él, pero abandonó la tentadora idea para cumplir la promesa a Atenea.
Al hacerse visible Perseo, Pegaso lo encontró y le ofreció llevarlo. La sangre empapaba el zurrón y sus gotas cayeron sobre el desierto. De la arena, venenosas serpientes crecieron y se multiplicaron. Estaban pasando por los riscos de Ethiopía cuando Perseo ve a una mujer hermosa y desnuda encadenada a una roca. Las olas golpeaban contra la piedra varios metros más abajo, pero la marea estaba subiendo.
“Mira, Pegaso” susurraba Medusa desde el zurrón, “esa mujer es Andrómeda, princesa de Etiopía. Su padre Cefeo la había prometido a su hermano Fineo y su madre Casiopea la condenó, al comparar su belleza con la de las nereidas, mis bellas hermanas del mar y concubinas de Poseidón que, así como las tomó a ellas me tomó también a mí y te engendró a ti conmigo.
“Bajo las aguas, la enorme criatura marina que ves ahí es Ceto, mi madre, que Poseidón también tomó como suya. Ahora la obliga a amenazar a esta gente, a menos de que le entregue a Andrómeda. Pero Perseo se enamorará de ella y ofrecerá salvarla si le permiten que sea su esposa. Entonces desencadenará a la princesa y al aparecer mi madre, me tomará de las serpientes y yo la miraré de frente, transformándola en una enorme saliente de roca.”
Pegaso dejó caer una lágrima mientras descendía al castillo etíope. Al mismo tiempo, la sangre goteaba del zurrón hacia el mar, pero esta vez, en lugar de serpientes, creció el hermoso coral gorgonio.
“Poseidón es intocable como Zeus. Es el costo de que Atenea haya renunciado a la soberanía del Olimpo. No puede ser castigado, pero sé que mi madre no desea servirlo. Como yo, desea este sacrificio, pero juro que es el último”.
Liberada Andrómeda, el rey Cefeo y su madre Casiopea intentaron incumplir su promesa para entregar a su hija a Fineo y arruinarlos a ambos. Perseo desenfundó la cabeza de Medusa como si fuese un arma, pero todo su sacrificio se volvía redención en este momento, pues se volvería el gorgoneion, la fuerza apotropaica que extingue el mal. Los ojos abiertos, enormes y terribles petrificaron a los nobles, grabando en piedra sus expresiones de horror. Andrómeda y Perseo podrían vivir como quieran, sin cargar el peso de su gente ni su familia.
“Ahora iremos a la isla de Seriphos, hijo, donde Polidectes mantiene a Dánae como concubina, a sabiendas de que su hermano Dictis la ama. Dánae, como yo, tampoco pudimos defendernos, pero esta vez es diferente. Perseo desmontará y confrontará a Polidectes y su cohorte. Los provocará diciendo que ha cumplido con lo que le pidió y, al pedirles una prueba de lo que dice, desenfundará su arma y yo, el gorgoneion, protegeré el amor de Dánae y Dictis, que reinarán en Sérifos”.
Liberada del odio de su cuerpo, Medusa se pudo transformar en el gorgoneion, con que protegió a Andrómeda, Dánae y a tantos otros que tallaron su imagen en lugares que querían proteger de cualquier mal. Pero Medusa aún llevaba la piedad por Atenea en su corazón y le pidió a Pegaso que llevara a Perseo a un último viaje.
El corcel alado ascendió hasta la cima del Olimpo, hacia el templo de Atenea. La diosa recibió al héroe con serenidad, que a su vez se mostró humilde con ella. Le extendió la mano con el zurrón de piel de cabra y montó a Pegaso, que lo llevó con Andrómeda.
Atenea tomó la cabeza de Medusa con amor. Su rostro sonreía hermoso como una niña. La puso a su lado, al borde del templo, y se sentaron a mirar el mundo. Atenea tomó el zurrón y lo descosió, extendiendo la poderosa piel de cabra invulnerable sobre su escudo. “El cuerpo que me diste puede descansar en el Hades como mortal” le dijo la diosa, “pero tú estarás para siempre junto a mi corazón” y, dicho esto, extendió la cabeza de Medusa sobre la piel y el escudo, que sería la mayor de las armas y de las protecciones del mundo aqueo: la Égida, símbolo de soberanía. Pero en lugar de alzarlo, Atenea lo miró cabizbajo y una gota salina cayó sobre el escudo, debajo del ojo izquierdo de Medusa.
La cabeza de Medusa es el símbolo del «sacrificio», el hacer sagrado de entregar hasta tu propio cuerpo para entregar tu cabeza a la divinidad; al bien mayor, a lo que es justo, incluso cuando demanda tu propia vida o tu propio cuerpo como costo.
Perseo exhibiendo a Medusa, sin saberlo, enaltece al idealista que da la vida por su ideal y, como en muchas ocasiones, hace un bien solapado cuyo mérito se llevan otros. En el mito, el hombre mediocre no es Perseo, sino Polidectes, Cefeo, Casiopea y las viejas grises. Y el villano en esta historia es, a mi modo de ver, Poseidón, la impulsividad destructiva amparada por las posiciones de poder social.