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Una contemplación fuera del tiempo

Venían de regreso a Reichland, la cuna de sus primeras aventuras. Habían recorrido muchas tierras en los últimos meses. Desde las doradas arenas de Farrsia sobrevoladas en la grandiosa ave ruhk, hasta las verdes y artísticas tierras del norte de Rinatea. Cargados de historias, con sus dichas y pesares, iban los cuatro sentados en un carruaje de la caravana. Acababa de cruzar el Paso del Pintor, hacia el norte, entrando al gran imperio desde el sur. Se dirigían hacia Modnich, por lo que la caravana giró hacia el este, siguiendo la ladera norte de las montañas Riesenheim, tan gloriosas como espantosas. Seguían un sendero alto y angosto desde el que se podía apreciar el imperio hacia el norte. Cuando cayó la noche, la caravana se detuvo en la taverna del Paso Nibelungo. Desde ahí, un cordón montañoso se dividía de Riesenheim hacia el norte, formando las legendarias montañas de Niebelheim y el extenso bosque negro.

El esbelto elfo Earnor no escatimó en su hidromiel, pidiendo la famosa kvasir, que bebió apartado del grupo mientras recordaba a Earestor y su trágico final. Había dejado su gruesa capa de lobo negro junto con el colosal mandoble élfico a un lado. Miraba de reojo a Bennarg, resentido y desconcertado por lo que hizo con su amigo y hermano. Su túnica de pastor envejecida y su apariencia enjuta ocultaban un carácter tajante y, en ciertas ocasiones, incomprensible. Pero tampoco podía nadie fiarse de un practicante de la necromancia. Frente a él estaba el buen Hsarus, con su tupida barba característica de los hombres del oriente cercano. Llevaba el característico turbante y una mortaja negra sobre su gruesa armadura de placas. Una manta carmesí envolvía su cuello como una bufanda y caía en su espalda como una capa deshilachada. A diferencia de Bennarg, Hsarus era bienintencionado, aunque había sido tocado demasiado de cerca por la muerte también. Confiaba en él, pero también sentía que debía guiarlo. Para que no caiga presa de sus propios errores.

El cuarto compañero era Felem, un hombre anacrónico, vestía un abrigo largo de cuero negro de extraño tratamiento. Su brazo derecho parecía el de un autómata, pero mucho más sofisticado, completamente metálico. Sobre el puente de su nariz, unos pequeños anteojos redondos se mantenían firmes. Aunque parecía sumido en sus pensamientos, escuchaba atento la conversación de sus compañeros. Parecían retomar una conversación. “Matar bandidos, para salvar a un hombre inocente que termina siendo un mediocre” inquiría frustrado Hsarus a su compañero, quien respondía sencillo “entiendo tu ira, pero descargarla contra un hombre solo por no ser digno, solo por ser mediocre, solo te conduce hacia tu propia corrupción. Deja en Vetaflor lo que pasó en Vetaflor y sigue con tu vida”.

Un caminar pomposo y elegante se acercó hasta quedar equidistante de la mesa de Earnor y los demás. Era alto, sus cabellos negros bien peinados hacia atrás y afirmados por una costosa pomada perfumada. Llevaba un abrigo negro y largo, con cuello ajustado y apoyado sobre un fino bastón que no necesitaba para caminar. Las miradas de sus compañeros se posaron en Lord Jhergut, cuya presencia nunca traía tranquilidad. Guardaron silencio para escucharlo.

“Curioso hallarlos en un lugar tan aislado como este, mis amigos. ¿Aspiran a descansar? Sería una lástima para aquellos pobres gitanos que fueron tragados por el bosque negro”. Aunque era natural desconfiar de sus palabras, dicho esto otras voces locales se unieron a la del alto noble. Aseguraban que habían sido abducidos por unas criaturas humanoides, peludas, de crueles colmillos y retorcidos cuernos, dados a los más perversos vicios. Con sus miradas se dijeron todo. A la mañana siguiente, la caravana partiría con cuatro personas menos rumbo a Modnich.

Los cuatro de la caravana comenzaron su descenso y se adentraron en el bosque negro, siguiendo las vagas indicaciones que, procesadas por los medios correctos, permitían a Felem determinar una zona de búsqueda. Lord Jhergut permaneció unas noches más en el Paso del Nibelungo, pero no sin antes enviar a un emisario, una criatura hecha de sombras que sería como sus ojos durante el viaje de sus compañeros.

Los árboles se hacían cada vez más altos a medida que se adentraban. El terreno era escarpado e irregular, como un sinfín de colinas sembradas de traidoras raíces. La humedad hizo el viaje extenuante y parecía intensificar el olor del bosque. Al principio era agradable aroma vegetal, pero a medida que se acercaban a las coordenadas de Felem, se volvía olor a descomposición, ceniza  y carne quemada.

Habían dejado Riesenheim hacia el sur, pero se habían acercado mucho a Niebelheim, que se encumbraba hacia el oeste según podía ver Earnor, apoyado en la alta rama de un olmo. Cuando estuvieron cerca de la ubicación ya era de noche. El frío era intenso y el viento aullante. Los grotescos sonidos los delataron del otro lado de una colina ligera de árboles. Cánticos, hogueras, tambores y guturales balidos semihumanos anunciaron el lugar. Desde la altura distinguieron un centenar de esas bestias esparcidas caóticamente por el arboleda. Casi en medio, los ojos del elfo distinguieron una celda cónica hecha de ramas estacadas en tierra y unidas en el extremo superior. No había más de un puñado de personas. Junto a ella había hogueras sacrificiales y altares hechos de cráneos. No esperaban un centenar de esos monstruos. No había mucho que hacer siendo solo cuatro.

Parados como estaban sobre esa colina, todavía ocultos, Hsarus sintió de pronto el familiar escalofrío fantasmal al que estaba acostumbrado. Provenía de la colina, o debajo de ella, pero no parecía tener una entrada. “Déjame revisar, chiquillo” dijo Felem, mientras sus anteojos realizaban un mapeo topográfico. Había una falla artificial oculta entre densas malezas que Bennarg apartó, avanzando hacia ellas y marchitándolas hasta reducirlas a polvo. Un dolmen de piedra antiquísimo se liberó y penetraron la colina a través de él. Su interior parecía ser nada más que una fortificación enana, había restos de una forja pero lo más notable era la presencia de cristales, transparentes y con luz propia. Una luz tenue, azulada e intermitente.

“La sensación que tuve proviene de los cristales” susurró Hsarus, mientras su mirada calaba en ellos. Aunque vibraban como almas, no parecían tener ningún vestigio de memoria. Estaban vivos, como personas, y sin embargo no poseían atisbo de conciencia ni inteligencia. “Es vida pura” añadió Bennarg acercándose a los cristales. Explicando que la energía vital se había liberado completamente de la materia y su memoria, aunque sin comprender cómo había ocurrido. “Entonces es energía” concluyó Felem reduciendo el misticismo de sus compañeros a una salida práctica. “Y la energía puede alimentar una máquina. Como un arma, por ejemplo”.

Sobre su brazo robótico se proyectaron unas luces en las que Felem pareció dibujar un intrincado objeto. Utilizando las materias primas encontradas en la herrería enana, comenzó a darle forma a un cañón, alimentado por los cristales y capaz de transformarlos en intensa energía calórica y lumínica. “Si ubicamos este… cañón… de repetición, sobre la cima de la colina, podríamos con ellos. Pero atraerlos hasta aquí es otro problema”. “No lo es” contestó el necromante, “es una raza simple y perversa. Iré al otro extremo del campamento y haré que el ángel de la muerte caiga sobre ellos. A mi alrededor crecerá lentamente un aura que cegará sus vidas cuando se cierna sobre ellos. Huirán de terror”. “A nada le temerán más que a los poderes de Sigfrid y las Valquirias” añadió Hsarus, recordando el credo de Reichland; “te acompañaré, Bennarg, las almas que cegues las transformaré en efigies de lo que más temen estas bestias, así las guiaré hacia Felem”.

El plan era sólido. Comenzó con la avanzada experiencia del necromante, ubicado al otro extremo del campamento, diametralmente opuesto a Felem. Se sentó a meditar con Hsarus al lado, que lo observaba atentamente, con no poca tensión en sus puños. En el corazón de Bennarg, la vida comenzó a acumularse, extrayéndola de todo lo que había a su alrededor. El pasto y las raíces sobre las que se apoyaba comenzaron a marchitarse y penetrar en su ser. Su entorno comenzó a morir. Bennarg, en lugar de llenarse de vida, se transformó en un punto de fuga, una implosión vital, un agujero que drenaba la vida de todo, continuamente, sin parar. Como un ángel de la muerte hambriento, hinchándose, ciego.

Una corta plegaria a Eziath pronunció en silencio Hsarus antes de darle a la vegetación y fauna muerta un último propósito, transformándola en las figuras sagradas de Sigfrid y las sacerdotizas valquirias, armadas, portando lanzas y cabalgando sus blancos corceles de guerra, creando la ilusión de la más grande cacería salvaje, el único evento que aterrorizaba a esas bestias.

El pánico comenzó en el lado norte del campamento. Earnor se infiltró entre los hombres bestia para rescatar a la gente, pero el pánico todavía no llegaba a la celda, círculo interior donde se realizaban los sacrificios. El lugar estaba atestado y los ligeros pasos del elfo no bastaron para mantenerlo oculto del centenar de ojos. Las criaturas se arrojaron salvajemente sobre él, pero desenvainó su espada y resistió lo suficiente. Hasta que llegó la ola de sagrada muerte antecedida por la horda de bestias que corrían en pánico. Las criaturas abandonaron a Earnor para huir hacia el sur, mientras que el elfo avanzó hasta la celda y la destrozó de un solo abanico de su espada, permitiéndoles huir justo antes de que el mortal angel los alcanzara.

Las bestias cayeron en la trampa e inexorablemente corrieron colina arriba. Un sonido intenso e inexplicable, como el de mil flechas zumbando a la vez, se escuchó descompaginado de los haces de luz azul que salieron disparados a gran velocidad del cañón, en la cima de la colina. Los haces traspasaban a las criaturas, dejando agujeros cauterizados y olor a carne y pelo chamuscado. La ráfaga los eliminaba por decenas entre un parpadeo y otro.

Earnor huía con los cinco hacia dentro del bosque, lejos de la onda mortal de Bennarg. Hasta que una lanza cayó de frente, desde las alturas, inesperada. De entre los árboles aparecieron más de estos monstruos, demasiados como para contarlos. Los primeros cuatro cayeron antes de que se arrojaran sobre él, lo derribaran y lo hirieran con una lanza de piedra en el costado. El dolor fue transformado en ira y la ira en fuego. A su alrededor, las olas de magia chirrinte se volvieron llamas, que incendiaron a una decena. El elfo parecía ahora un demonio. Fuera de sí, se movía como un remolino de acero y fuego, cortando al que cargaba y quemando al ingenuo que se intentaba acercar.

Cuando los demás llegaron hasta él, solo había un cementerio en llamas. Earnor estaba en el suelo, herido. Pero la gente se había salvado. Había un hombre atendiendo al elfo, claramente diferente de los demás. Era viejo y a su lado, en el suelo, había un cayado. Tenía extraños tatuajes en todo el cuerpo, incluida la cabeza rapada. Collares de hueso alrededor del cuello. Una capa hecha de fibras vegetales lo cubría. Las otras personas eran gitanos, hombres de ciudad que vivían en el bosque, de lo que pudieran cazar y recolectar. Les agradecieron y regresaron al bosque, mas no el anciano chamán.

Cuando quedaron solos, las miradas inquisitivas sobre el anciano hablaron por sí solas. El viejo miró al suelo durante unos instantes, dándole forma a lo que intentó decir después. “Estoy en búsqueda de un ser peligroso. Una criatura que no pertenece a este mundo, pero que desea tomar forma aquí. Darle materia a sus viles pensamientos, del que está hecho. Si logra hacer su guarida en estas montañas, sería… Estas montañas guardan un misterio y un poder muy antiguos…”.

“Las montañas de Niebelheim” continuó el elfo, familiarizado con ellas. Comenzó un relato sobre enanos nibelungos y el anillo del poder, pero el anciano lo interrumpió con negando con la cabeza. “Es verdad lo que dices, pero eso ocurrió mucho tiempo después. En las profundidades de la montaña se encuentra el pozo del que emergieron y al que retornan las aguas que dieron vida al mundo. La criatura que busco, si es que la puedo llamar así, quiere hacer su guarida en ese pozo”.

No lograban captar del todo lo que decía el chamán, pero tampoco dejaba de causarles curiosidad, por lo que decidieron acompañarlo, a excepción de Felem que permaneció más tiempo analizando la cueva y los cristales de energía viva. Por otro lado, el esbirro de sombras de Lord Jhergut los seguía de cerca, comunicando a su señor lo que veía y escuchaba. El fascinante relato despertó el interés del noble. Estaba sentado en un rincón oscuro de la taverna, disfrutando el suave humo de su pipa. Una moza se le acercó a ofrecerle más vino, pero la forma del noble se difuminó entre el humo, más y más, hasta desaparecer y fundirse con el oscuro rincón.

Sin que nadie lo supiera, el furtivo esbirro de sombras comenzó a definirse y colorearse con los matices de su señor, adquiriendo la forma de Jhergut, ahora rodeado de la espesa vegetación, la fría humedad y el blando suelo traicionero. “Interesante lugar el que describes, anciano” dijo acercándose a sus compañeros y al chamán, disfrutando la sorpresa de sus compañeros, aunque el viejo no parecía sorprendido. Veía mucha confianza y curiosidad, como la de la imprudente juventud jugando con peligros que no comprenden. “A donde vamos, no importa la fuerza que posean… solo la entereza espiritual puede expulsar a la aberración”.

Desde el bosque, primero el chamán buscó un arroyo que descendía de la montaña y luego lo siguó río arriba. El bosque se elevaba en altitud a medida que se acercaban a las cumbres de Niebelheim, cada vez más accidentado y encumbrado. Las aguas eran claras y puras. Bennarg no dejó de examinarlas con la mirada mientras subía por la ladera; había algo extraordinario en ellas, semejante a los cristales que había visto en la cueva. Tenían vida o una fuerza capaz de crear vida. Sin embargo, no estaban vivas. Solo eran aguas.

Tras el ascenso por una de las accidentadas colinas de la falda de Niebelheim, el viejo los guió hacia un valle por el cual las aguas penetraban hacia el interior de la montaña. Formaban una boca de lobo, oculta tras la vegetación que parecían las densas babas de sus fauces abiertas. Dentro de la cueva, alumbrados por la luz de sus antorchas, comenzaron un descenso largo, frío, silencioso. Las aguas los acompañaban todo el tiempo. Pero algo era diferente. No eran como al principio. Lo primero que notó el necromante fue el olor, semejante a la ponzoña. ¿Veneno? No. Podredumbre, pero no exactamente. Las aguas ahora parecían llevar encima la descomposición. Los últimos residuos que deja la vida al abandonar la materia. Cargaban la muerte.

La sensación era cada vez más intensa, a medida que descendían a la profundidad. La humedad también crecía. El vaho de condensación al exhalar se hacía cada vez más claro. Sus ropas comenzaron a humedecerse. Pronto toserían agua y finalmente, en el escaso aire, empezaron a ahogarse. Las luces se apagaron, o quizás cayeron inconscientes… Oscuridad.

***

En lo que pareció el tiempo de un pestañeo, ahora estaban sumergidos, manoteando bajo el agua, escuchando el sordo sonido de sus burbujas de aire emergiendo a la superficie. Hacia afuera, se podía ver borrosa la silueta de un ser luminoso, hacia el que intentaron nadar desesperadamente. Cuando sintieron el aire y pudieron al fin respirar, una muchacha joven los ayudaba a salir, llevándolos a la orilla. Mas la figura de luz no venía de ella, sino del hombre junto a ella. Vestía como un rey típico del oriente cercano, con turbante y una cimitarra que colgaba de un cinturón. El hombre, de mediana edad, les provocaba un sentimiento intenso y confuso, admiración, tal vez respeto, o miedo.

El compañerismo que vagamente recordaban ahora se fundía con parentezco y sus recuerdos se entretejían con otros hilos, pues ya no se sentían amigos sino hermanos de sangre. El rey, ahora entendían, era su padre. “¿Dónde estamos?” preguntaron. “En el reino de Yl, gobernado por Thuramk”. La tierra donde Hsarus había nacido. Thuramk había sido su padre, pero se había vuelto loco y hace mucho tiempo le dio muerte. Los verdaderos recuerdos de Hsarus se hacían difusos en esta nueva realidad, en la que su padre aún vivía y sus compañeros eran sus hermanos.

Mayor fue la sorpresa cuando reconoció a la mujer que los ayudó a salir del lago. Su amabilidad. Su fuerza. Su belleza. Farnade… Estaba viva ahora. Al verla fue olvidando los recuerdos que tenía de ella. Solo importaba que estaba viva. Además de toda la confusión, al salir del lago sentían una presión abdominal. Similar al vacío que deja el hambre y sumado a una particular sensibilidad. En el elfo, se sentía como impulsividad; en Bennarg como imprudencia; y en Jhergut como rencor.

La ciudad estado de Yl había reclamado el lago para sí, un terreno majestuoso y de valiosos recursos naturales y, según se decía, cuasi divinos. Aparte de proveer alimentos y hacer verde a la tierra circundante, poseía propiedades curativas milagrosas. Galein, la ciudad vecina, nunca escatimó en hombres ni sangre para hacer la guerra y reclamar este valioso territorio que ninguno aceptaba compartir.

Junto al lago había un campamento médico para los heridos de guerra. Muchos llegaban allí en carromatos tirados por camellos. Los que podían eran atendidos, pero tarde o temprano eran llevados al lago. Todo el que salía de él, rebosaba de nuevas fuerzas. Viéndose en el control del lago, parecía que la ventaja era de Yl. Sin embargo, la mirada de Farnade no podía ocultar su consternación.

“¿Dónde está Mizeth?” preguntó el hijo de Yl a viva voz y un guerrero le indicó hacia el campo de batalla. Hsarus corrió hasta allá, corriendo mojado sobre la arena del desierto. El horizonte se llenó del afilado sonido de las cimitarras, pero acompañado de explosiones, bolas de fuego, hedor a muerte, hirviendo bajo el árido sol. A medio camino se topa con otro carromato en donde ve a su viejo amigo con una grave quemadura que le había desintegrado la piel de la mitad derecha de la cara y del costado derecho del torso.

De regreso en el lago, los curanderos vieron que no tenía muchas más opciones. Solo las aguas lo podrían sanar. Hsarus estaba ayudando a llevarlo ahí, pero Farnade lo detiene tomándose de su túnica. Desesperada, aterrada, se decide entonces a romper el secreto. “¡No! Las aguas no dan vida, sino muerte. Deja a Mizeth así, es lo mejor para él. Tienes que creerme”. Pero lo que decía no tenía sentido. El lago era y siempre había sido fuente de vida. “La mujer desvaría” decía Bennarg, mientras Earnor ayudaba a Hsarus a llevar el cuerpo al lago.

Sin hallar más alternativas, con los puños apretados y los ojos cerrados, corrió hacia el lago y se sumergió con estruendo. Tras unos segundos, emergió. Era el horror. Su cuerpo envejecido, drenado, se consumía rápidamente mientras su mirada sobre los ojos de Hsarus le imploraban sensatez. Finalmente desapareció sumergida en las aguas. Las miradas de todos fueron de consternación, pero las palabras del rey las aplacaron.

“Lo que han presenciado no es más que la justicia del lago sobre sus disidentes. Su divina fuerza condena a los traidores y da vida a los creyentes. No temais a su justicia”. “¡Al lago!” añadió Bennarg, apresurado en decidir que su padre hablaba con la verdad. Movido por la arenga de su pálido hermano, Earnor arrancó de un impulso a Mizeth de las manos de Hsarus y cayó con el cuerpo dentro del lago. Tras una pausa, glorioso despertó Mizeth completamente sano, sonriente, brillando el sol en las aguas que salpicaba.

La jornada había acabado y regresaron al palacio, salvo por Hsarus. La mortaja ensangrentada de su amigo, la que solía llevar al cuello como capa y bufanda, ahora no era más que la tela sucia donde había sido transportado al lago antes de ser salvado. Algo se había quebrado en sus recuerdos. Un importante hilo en el tejido de su memoria había sido trastornado. Pero este nuevo Hsarus nada sabía al respecto.

La noche estrellada y de fulgurante luna iluminaba las altas torres del palacio. De magistral arquitectura, con matices élficos y perfecta masonería. Ni un cabello penetraba entre una piedra y otra. La herencia élfica no era casual, pues fuertes eran los lazos entre Yl y esta raza. La esposa de Thuramk, ahora desaparecida, era una princesa elfo y su guardia personal estaba al mando de su hijo Earnor.

Esa noche, los cuatro príncipes escucharon movimiento a las afueras de sus aposentos. Alguien los estaba llamando desde abajo. Hsarus, que venía de regreso desde el lago, fue el primero en descubrirlos. Era la guardia de su madre. Elfos. Pero nada quedaba ya de su belleza, pues parecían muertos vivientes, con la carne descompuesta y el pelo macilento. No tenían más vida que los gusanos que nadaban debajo de su piel. “Estamos con ustedes” le decían a Hsarus, “listos para irnos de aquí a su señal. Señor, convoque a sus hermanos y larguémonos”.

No terminó de decir las palabras cuando llegó Earnor y Bennarg lo seguía desde atrás. Se alegró al reconocer a su señor. Le repitió lo mismo, mientras la asquerosa baba supurante le saltaba de la boca y caía en el rostro de su receptor. “Somos los últimos que quedamos. De los cien, solo quedamos nosotros”.

Un mudo recuerdo atravesó la memoria de Earnor sin darse por enterado. Recuerdos de la lejana Dor Helkarad ya en tiranía, en donde logró escapar con los cien de Fuinamarth. Los últimos guerreros leales a él y que murieron bajo su guía. Pero nada de esto recordaba ahora. Ahora, cinco quedaban de esos cien y le suplicaban huir con él. Pero no eran los majestuosos elfos que recordaba, sino horrendas parodias de ellos.

Hsarus ya había sufrido suficiente con la muerte de Farnade y se marchó dejando a Earnor solo con los elfos. Bennarg miraba a Earnor, mientras el elfo se debatía qué hacer. Finalmente, se marchó con los elfos horripilantes.

Bennarg regresó apresuradamente hacia los aposentos reales a darle la noticia de la traición a su padre, que lo envió a por su hermano con una pequeña hueste. Esta vez, Jhergut si sintió interés en la situación y se unió a su hermano en la búsqueda. A lomos de camello, dieron alcance a los fugitivos rápidamente, hasta encajonarlos en una calle bloqueada. “Huya, señor” le dijeron los elfos a Earnor, pero este permaneció a su lado. Cuando los encontraron, las miradas de desapruebo cayeron sobre él. “Tú, hermano, ¿un traidor?” decía Bennarg mientras Jhergut sonreía internamente. Con un gesto de su mano, la guardia real cayó sobre los elfos mientras el necromante intentaba hendir el cuerpo de Earnor inútilmente con su magia, apuntándolo con la mano encrispada y una mueca de desprecio. Earnor solo defendió a los suyos, sin enfrentar a su hermano a sabiendas de que perdería si no terminaba rápidamente con él. Como en su propia historia, finalmente fuinamarth cayó.

Pero antes de que el último elfo sucumbiera, Lord Jhergut desmonta de su camello y con parsimonia le ordena una última orden, al tiempo que recoge y le entrega un arma: “Mata a tu señor Earnor”. Incapaz de resistirse a la orden, que mordía su cerebro como un enjambre de avispas, levantó su espada y apuñaló a su maestro en el corazón.

De vuelta de la persecución, cargando el cuerpo de Earnor, encuentran a Thuramk en el lago junto a un séquito de guardias. Cerca estaba también Hsarus y todos se encontraron allí. El rey ordena a Bennarg que sumerja el cuerpo de su hermano en el lago, nuevamente. Pero tras todo lo sucedido, el necromante tuvo una revelación interior. Ese impulso que sentía a juzgar, la fascinación que sentía hacia Thuramk, la extraña muerte de Farnade y los horrendos elfos no muertos. De pronto entendió que el lago efectivamente devolvía la vida, manteniéndola en el cuerpo, convirtiéndolos en no muertos. Reconocían a Thuramk como el necromante que los había alzado. La epifanía disipó la ilusión. Hsarus tenía el cráneo partido mientras lloraba sobre el cuerpo de Farnade. El pecho de Lord Jhergut estaba perforado y Earnor tenía la garganta partida, además de la reciente herida. Todos estaban muertos y Thuramk era el rey liche.

El recuerdo mudo de Bennarg se cruzó invisible ante sus ojos. Recordó a los caballeros enemigos, con sus barbáricas armaduras y sus hachas, arrasando sus tierras, su familia y él. Se recordó caminando, insensible, durante mucho tiempo. Recordó una tierra fría y una hechicera que le enseñó las artes de la vida y de la muerte, y de cómo descubrió solo al final que él ya estaba muerto. Solo sentía ansias de justicia, indistinguibles de la venganza.

Ahora, con el cuerpo sumergido en el lago hasta la cintura, con el cuerpo de Earnor sobre él, vio por fin el verdadero poder del lago. Su vida. Soltó a Earnor y comenzó a atraer la vida hacia él. Una maza de hueso se materializó primero en su mano derecha y seguidamente su cuerpo se hinchó de fuerza y se revistió de una armadura exoesquelética. La vida de todo lo que había a su alrededor, sus hermanos, la guardia, todo Yl, abandonó la materia para formar parte de Bennarg. Con toda la fuerza aunada, cabalgando sobre la muerte, corrió desde el lago hacia Thuramk con la maza en alto. Las aguas salpicaron como si un caballo al galope las hubiese surcado. La maza se estrelló sobre el cráneo del rey con gran estruendo, liberando una onda de polvo y niebla por todo el desierto. El estruendo apagó también sus consciencias.

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El sol de la mañana los hizo despertar. Dormían sobre humildes lechos de paja. Sus cuerpos eran juveniles y adolescentes, como sus memorias que aún estaban lejos de vivir las atrocidades y milagros que los esperaban. Ahora, solo eran cuatro hermanos del campo dispuestos a realizar sus tareas cotidianas. El delgado Jhergut atendía el gallinero, mientras el elfo ayudaba como capataz en la herrería y Hsarus guiaba el arado. Bennarg llevaba a las ovejas a pastar y manejaba la granja en sus descansos. Era el único cuya madre no era noble, por lo que su padre, el señor de todas esas tierras, no le había ofrecido mayores privilegios. En el descanso, cada uno repasaba sus estudios. Hsarus leía y practicaba la poesía; Earnor repasaba libros de batallas; Jhergut aprendía la etiqueta de los nobles. El castillo podía verse desde la granja, sobresaliendo de una colina cercana.

Al atardecer, un hombre a caballo vino del castillo a recogerlos. El querido chambelán, Seth, que más que nada había sido como su padre. Cuando se sentían solos, cuando se lastimaban, cuando no sabían a quien pedir ayuda, ahí había estado para ellos. Siempre. Venía con cuatro caballos para regresar rápidamente con él.

En el castillo, el señor Daeglin los recibió con el afecto de un guerrero. Escueto, pero sincero. Distante especialmente con Earnor, con quien solía tener más problemas dada su conducta rebelde. Comieros, se bañaron y descansaron en el castillo esa noche, como acostumbraban a hacer los fines de semana. Como todos, en lugar de dormir deambulaban por los pasillos, jugando, molestándose, intentando robar algo de las cocinas. Pero esa noche fue diferente de otras veces.

Su señor caminaba por los pasillos cubierto en una capucha. Lo siguieron intrigados. Salieron del castillo hasta llegar a una alta colina. A cierta distancia, se descubrió la cabeza y alzó los brazos al cielo nocturno. La luna llena se veía enorme. Su brillante color plata desprendió de pronto una figura alada que comenzó a hacerse más grande y a agitar los vientos a medida que descendía hacia la colina. La gigante criatura posó primero sus patas traseras y luego las delanteras, equilibrando el peso de su alargado cuello y cabeza de reptil con una fibrosa cola. Sus escamas blancas centelleaban a la luz del astro y su poderosa figura se reflejaba majestuosa en el enorme lago que se perdía en el horizonte.  

“¡Lo sabía!” decía Earnor para sí, “es un mentiroso, proclama ser un buen señor cuando en realidad hace pactos con dragones”. Los demás no estaban tan convecidos. “Debe haber una buena razón, hermano. Siempre te predispones a pensar mal de él solo porque es duro contigo. Pero es porque tu no haces caso”. Earnor respondió y comenzó una susurrante discusión, pero fue interrumpida por una voz a sus espaldas: “qué grande es nuestro señor, valiente para tratar con el perverso dragón Thuramk, todo por salvar estas tierras”. Acalló las demás preguntas y los guió de regreso a sus camas, no sin antes prometerles las respuestas que buscaban. Pero antes de ir a la cama, Earnor se alejó hacia la granja. Alertó a varias personas para que hulleran de allí, explicando que Daeglin era un traidor y que los entregaría a todos al perverso dragón Thuramk. Muchos huyeron por la noche, pero Earnor regresó al castillo.

A la mañana siguiente despertaron con el alboroto de los pasillos. “Los granjeros han huido”, “organicen una cuadrilla y vayan por ellos”. Jhergut pidió a Seth acompañar a la guardia y así fue. Orgulloso, se subió a su caballo y cabalgó para interceptar a los villanos disidentes.

Tuvieron la audiencia con Daeglin, como les prometió Seth. Mientras esperaban fuera del salón, vieron marcharse atribulado a un pastor, que se encontraba con su esposa en la salida, diciéndole “lo siento, esposa, no alcancé a pedirle más tiempo para el pago…”. No escucharon más, solo los llantos que vinieron.

Cuando entraron al salón, Daeglin los recibió con una sonrisa paternal. “Hijos míos. Aunque no sean de mi matrimonio legítimo, han de saber el cariño que les tengo. Se que me vieron anoche. Es tiempo de que entiendan la dura vida de un señor y lo que debe hacer por su gente. El perverso dragón Thuramk, como cualquier criatura, necesita comer. Yo solo he hecho tratos para mantenerlo contento y alimentado, así no descarga su violencia contra nosotros”. “Los dragones son seres perversos, al igual…” pero el elfo contuvo sus palabras. “Se que fuiste tú quien avisó a los aldeanos” continuó Daeglin, “está bien. Quisiste ser compasivo. Por ello, el castigo que tendrán será más suave”.

Jhergut galopaba con la guardia, que ya había alcanzado a los disidentes. “Muéstranos que tan buen jinete eres, muchacho” lo incitaba la guardia. El joven espoleó a su caballo y guió sus riendas hacia los villanos que huían trabajosamente. Sacó la porra de su cinturón y la levantó con la mano derecha mientras galopaba, descargando un certero golpe contra la cabeza de una señora mientras pasaba raudo junto a ella. “¡Bien!, ¡Le diste!” le gritaban entre risas de aprobación.

Durante la tarde, en la plaza del verdugo, la docena que había escapado estaba recibiendo públicamente los 20 varillazos. Cinco menos de lo que correspondía por la ley de su señor, indultándolos por la conversación con el jóven Earnor. El elfo se rompía el labio con sus dientes mientras miraba lo que ocurría.

Esa noche solo Jhergut durmió. Los demás no pegaron ojo ni pronunciaron palabras, hasta que pasada la medianoche, Seth pasó por fuera de sus aposentos. “¿No pueden dormir? Mejor, así no los debo despertar… Salvo a ese de ahí” dijo señalando a Jhergut con los ojos y una sonrisa amable. “¿De qué se trata?” le preguntaron. “Síganme. Mi señor vuestro padre quería dejarlos más tranquilos y que vieran por su propia cuenta lo que pasaba. No más secretos”.

Lo siguieron fuera del castillo, pasando por la colina hasta llegar al lago, donde se encontraba Daeglin armado como señor en toda su gloria y el dragón gigante Thuramk junto a él a lo lejos. “Un dragón no necesita hacer tratos con un débil humano” le señaló Bennarg a Seth, quien quedó algo perplejo ante el comentario. Seth lo negó, insistiendo que algunas veces sí, suficiente para que los demás le creyeran. Pero no Bennarg. Bennarg. En él, fuera de este sueño, el tejido de su memoria evocaba algo siniestro con el nombre Seth. Un viejo amigo de infancia, casi un hermano mayor y un maestro, que inesperadamente los había traicionado, dejándolos fuera de las defensas de su señor, mientras bárbaros saqueaban, quemaban, violaban y mataban. Pero ese recuerdo se perdió en esta realidad, escapando de su destino, de su traición.

Al llegar al lago, Earnor también vio algo en Daeglin. Un conocimiento inconsciente le aseguraba su perversión, su trato oscuro con el dragón y la futura tiranía de ambos. El rey los recibió de buena gana, presentándoles él mismo a Thuramk. El dragón les habló con una voz potente que resonaba sobre las aguas del lago. “No tienen nada qué temer. El trato está hecho y tienen mi palabra de que sus muertes garantizarán la paz de todo Yl”. Diciendo esto, Earnor desenfundó la espada de Daeglin de su cinturón y le atravesó el vientre. “¡Traidor!” le gritó a la cara, mientras el dragón reía, diciendo “muy bien, ahora solo seré yo el que mande”. De un simple golpe de su garra le rajó a Earnor la garganta, a Jhergut le perforó la espalda y a Hsarus le partió la cabeza. El mismo golpe los arrojó al lago, en el que se hundieron sus cadáveres. El dragón se elevó y arrojó bocanadas de muerte de sus fauces, que convirtieron todo el feudo en un desierto árido y marchito. Llevó a los cadáveres de todos al lago y finalmente asumió la forma de un hombre. Un rey del desierto. Comenzó a levantar a los cadáveres como muertos vivientes, que salieron del lago hechizados, sin saber lo que en verdad eran, adorando instintivamente a su creador.

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Despertaron mojados, colgando del cielo cavernoso de las profundidades de Niebelheim, afirmados por algo semejante a algas que los sujetaba como una tela de araña. Debajo de sus pies corrían las pútridas aguas de la muerte como un pequeño arroyo. Junto a él, en el suelo rocoso, aún ardían algunas de las antorchas. A juzgar por lo carbonizado de las luminarias, no habían pasado ni diez minutos desde que perdieron el conocimiento.

Mientras se desenganchaban de las supuestas algas, recordaban al chamán y a la supuesta criatura que buscaban. Pero había una gran laguna en sus mentes. No recordaban nada de sí mismos después de su adolescencia. Bennarg nunca había dejado de ser un pastor, ni había muerto, ni aprendido la necromancia. Hsarus solo era un aficionado a la poesía de Hanaan. Lord Jhergut solo era un noble de fina etiqueta y Earnor un estudioso del arte militar. Tampoco llevaban sus armaduras ni sus armas. No las recordaban. Las algas se habían estado alimentando de sus propias historias, de sus pensamientos, de su pasado, que ahora yacía esparcido por las aguas de la muerte.

Siguieron descendiendo, siguiendo el cauce del arroyo, mientras la primigenia roca mostraba una geología antigua. El túnel descendía hasta abrirse en un claro amplio, donde confluían varios túneles y arroyos. Había uno especialmente grande del que caía más agua como una cascada. Las aguas rebotaban en una figura esférica cuyo diámetro medía lo que mide un caballo de hocico a cola. Varios tentáculos rematados en variopintos ojos sin párpados salían de su cuerpo. El ser cruzó flotando la cortina de agua, descubriendo su figura. En el centro de su abotagado cuerpo había un ojo un más grande que los otros, del tamaño de un melón, y debajo de él unas fauces plagadas de colmillos dispuestos desordenadamente en varias hileras. Una fría inteligencia podía sentirse de su mirada.

Lograron retroceder por el túnel del que venían justo cuando fueron descubiertos, pero Hsarus tardó en reaccionar y uno de los ojos de sus tentáculos lo alcanzó con un sutil rayo azulado humeante. El joven poeta cayó súbitamente dormido. Earnor regresó a despertarlo, ayudándolo a incorporarse mientras la aberración flotaba hacia ellos inexorablemente.

Aunque no era rápida, costaba mucho moverse por esos túneles, resbaladizos por el agua, el cieno, las pendientes e irregularidades del suelo. Pero fue eso justamente lo que dio a Earnor la idea. Corrieron de regreso por el túnel donde las estalactitas eran afiladas. Cuando el aberrante ojo les dio alcance, su grueso cuerpo se estrechó contra las paredes, rajándose el cuerpo inferior con las piedras. Un eco disonante y lejano reverberó en las cavernas en lo que pareció ser el alarido de la bestia. Pero a pesar de la herida, aún les daba caza.

Huyeron por túneles que descendían todavía más, hasta unas sucias y espesas aguas estancadas. Se escondieron debajo de la superficie, conteniendo la respiración y el asco motivados por el pavor. Pero la perceptiva esfera rió para sus adentros cuando los alcanzó, pues los veía con claridad. Azarosos rayos oculares les dieron alcance. Uno impactó de lleno a Bennarg en el pecho, transformando en piedra su torso, expandiendo la petrificación por todo su cuerpo hasta convertirlo la estatua de su persona. Otro rayo, en Jhergut, lo aletargó al punto de hacerlo tan ágil como un anciano. Mientras que el que cayó sobre Earnor, penetró en sus ojos hasta llegar a su cerebro, infundiéndole una orden asesina: “mata a Hsarus”.

El elfo se abalanzó sobre su amigo, en contra de su voluntad, mientras Jhergut apenas podía moverse y Bennarg era una estatua. Una expresión de sádica alegría irradiaba la esfera primigenia, celebrando su triunfo.

“No fue el dragón quien trajo la desdicha en Dor Helkarad, sino Daeglin, el traidor” cantó Hsarus, mientras forcejeaba contra el elfo, más corpulento que él. Pero sus palabras certeras calaron en el corazón del elfo más fuertes que la incisiva orden del monstruo. Earnor despertó, pero continuó actuando como si estuviera hechizado. “Una vieja poesía… un profeta loco, no preguntes… dicen que la mirada del ojo central desvanece la magia” le susurró Hsarus, simulando luego su caída bajo el puño del elfo. Earnor entendió la idea y se acercó hacia Bennarg, llamándole la atención a la criatura. Su mirada lo hizo volver a ser de carne y hueso.

Bennarg cayó contra el fangoso suelo estancado con las aguas de la muerte, frustrado ante la sensación. Era como si hubiese estado muerto y hubiese revivido. Era como si por primera vez lo hubiese sentido. Ahora volvía a la vida, impotente como un simple pastor. Otro tentáculo le dio alcance a Bennarg, un rayo desintegrador le hizo estallar el plexo solar, piel, carne y huesos, dejando sus vísceras esparcidas sobre el agua. Otra vez moriría.

Earnor evitó el rayo y se topó con una estalactita quebrada en el suelo que podía ser usada como lanza. Pero la criatura flotaba y nunca había tenido buena puntería. “…y la falange detuvo a la violenta carga de jinetes, elevando las puntas hacia el enemigo y apoyando el extremo romo entre el suelo y el pie…” cantó Hsarus, antes de que un rayo lo derribara. Earnor lo miró con determinación, cuando el ojo más letal se posó sobre él como un relámpago. Pero la fuerza de su cuerpo contuvo la descarga, provocando desconcierto en la entidad arcaica. “¡Tus rayos no bastarán para matarme!” le gritó Earnor, provocando a la criatura, sosteniendo debajo del agua la estalactita.

Un gruñido gutural reverberó en la cueva y la esfera cargó hacia el elfo con las fauces abiertas. Confiada, precipitada, insensata, no previó la trampa y en el momento final, Earnor levantó la punta de piedra que se incrustó en el ojo central. El impacto le rajó la pierna al elfo e hizo quebrar la estalactita, pero el ser cayó a las aguas sin vida. Su materia se deshizo en el pantano primordial y tiñó la superficie de un líquido en el que podían verse reflejados imágenes pasadas; desiertos, elfos y no muerte. Mientras las imágenes desaparecían, la ilusión alrededor de ellos también se esfumó, recuperando sus formas adultas y sus pertenencias. El cadáver de Bennarg resultó ser, entonces, solo un muerto viviente consciente ahora de su maldición.

Jhergut y Bennarg recogieron en un recipiente una muestra de los restos de este ser.

Perdidos en las profundidades laberínticas de Niebelheim, en el manantial primigenio de las aguas, el alma del chamán se hizo visible para Hsarus. Había muerto poco después de que entraran. Los guió hacia la salida de la cueva como una tenue luz en la oscuridad. Jhergut y Bennarg lo miraban con desdén, pero el chamán solo levantó los hombros, en ademán de haberle advertido del peligro.

Aciago destino le evitaron al mundo. Sacrificando sus propias historias, enfrentaron al primigenio ser que pretendía robarle al mundo su pasado, como se lo habría robado a esos cuatro. Pues las aguas del mundo regresan a los hondos pozos de Niebelheim, arrastrando con ellas toda la historia de la tierra. Pero con la victoria, ya nadie sabrá de su sacrificio. Ni siquiera ellos. Pues al recuperar su historia, la batalla con la criatura solo quedará como un extraño sueño vivido en sus años adolescentes.

Regresaron de madrugada a la posada el Paso del Nibelungo. Comieron y se bañaron. Una caravana con un carruaje vacío parecía estarlos esperando. Iba camino a Modnich.