fbpx
El monasterio a las puertas del pandemonio

El monasterio a las puertas del pandemonio

El hombre alto y elegante vestía un negro abrigo de fina tela, ajustado a su silueta delgada. El cabello negro y lustroso caía hacia atrás y una barba elegante envolvía como un candado una mueca de insatisfacción. Con mirada aguileña escrutaba al hobbit en la oscuridad, mientras repasaba paso a paso cómo había fracasado en su tarea. La sangre en su abrigo, el lodo en sus botas y un pedazo de piel humana aún pegado a su guante eran ocultados de la visión del vulgo por una magistral ilusión. “Pinkstone,” pensaba, “no esperaba hallar una grieta al mismísimo caos en un pueblucho tan insignificante”. Se apoyó en su bastón mientras caminaba hasta un árbol y apoyó su espalda contra el tronco cuando se sentó.

Cerró los ojos y repasó una vez más los eventos mientras los dibujaba en el microcosmos de su memoria. De pie en lo alto de un retorcido torreón imaginaba la comarca de Pinkstone y al poderoso hechicero ungido por los poderes del abismo que sitiaba su ayuntamiento. Los mercenarios posesos por demonios festejaban en horrendos rituales de juego y muerte. Había participado como parte de un plan que no resultó bien.

Una figura de magníficas alas, piel resplandeciente y togas que ondulaban como nubes de verano, descendió hasta posarse junto a Jhergut que lo miró de soslayo. “Me imagino que un santurrón como tú no apreciaría mi espectáculo” le dijo sin dejar de mirar el festejo. “Para nada. Pero lo que más desprecio no fue el horrible asesinato, sino que tu mayor frustración fuese haber fracasado en tu plan” le dijo el ángel mirándolo. El noble le devolvió una mirada furibunda apretando los dientes, pero incapaz de conjurar palabra alguna. “Mientras esté atrapado en tu cabeza, al menos puedo intentaré hacer que tomes algo de conciencia” y diciendo esto echó a volar otra vez.

Abrió los ojos. El hobbit Zeal seguía tendido sobre su manta del color del bosque, sucio y magullado. Una lágrima surcaba su mejilla y se perdía en la mugrienta barba marrón. Todavía podían oírse los bramidos salvajes de los mercenarios en Pinkstone. Al horizonte, otrora hermosa comarca de Pinkstone, con su multicolor y grácil magia, brillaba con maligno resplandor violeta.

El tercer compañero, Bennarg, permanecía de pie mirando hacia la comarca. Un exoesqueleto cubría su cuerpo como una macabra armadura blanca y ocre, con hedor a cementerio. Su piel pálida estaba ajada por incontables cicatrices imposibles para un ser vivo. Una oscura capa de sombras caía a su espalda, difuminando su contorno en la oscuridad. Su cabello negro caía lánguido sobre su rostro que, aun sin vida, no reposaba del tedio de estar vivo. Por largos años había adquirido conocimiento sobre las realidades celestes, infernales y abisales. Esta última siempre lograba escurrirse bajo sus uñas y hurgar en sus entrañas con risa sardónica. Conocía noble Lord Jhergut hace tiempo; muchas veces el mismo lord había sido el mensajero del abismo. Pero esta vez no. Había estado presente mientras la mujer hobbit le entregaba la gema al hechicero frente a sus narices.

La noche era efímera en aquella región septentrional del mundo. Sin embargo, duró lo suficiente para que los recuerdos de Zeal permearan en sus sueños. Cuentos infantiles que le contaba su abuela para hacerlo ir a dormir. Hablaban sobre una montaña al extremo y alto norte, donde los príncipes del abismo habían organizado a sus esbirros para que escarbaran un túnel hacia la tierra de los hombres. En el cuento, las fuerzas del bien habían triunfado sellando la puerta con un objeto sagrado. “Un objeto tan maravilloso que podría cerrar la macabra grieta que yace bajo Pinkstone” escuchó Zeal con la voz de su abuela. Un tenue haz de luz iluminó sus párpados y despertó sudando frío, envuelto en su capa verde oscuro.

La caminata hacia el norte fue pesada para los tres. Durante casi dos semanas soportaron el frío y la altura de sus afiladas rocas cubiertas de musgo y pasto. El hobbit les había contado su sueño a sus compañeros. Los viajeros que venían del norte conocían leyendas similares, y les habían dado un nombre y una ubicación. Si seguían el cauce del río Fulgus hasta “la cuenca que exhala” podrían encontrar el macizo y unas viejas ruinas en su cima.

Al caer el treceavo día llegaron a un meandro cuyas aguas eran rojizas, aparentemente por algún tipo de alga que no conocían. El riachuelo provenía de unos montes; en el altozano más próximo les pareció ver una construcción blanca, antes de que la noche lo ocultara.

La visión caló hondo en Bennarg, pues el blanco de su mampostería le despertó un recuerdo o una fantasía nostálgica, que no estaba seguro de haber vivido o soñado. Solitario, se puso de pie y caminó alejándose del fogón y de sus compañeros. Sus ojos necrománticos veían con claridad en la espesa oscuridad. Una resplandor bajó desde las ruinas y las quedó mirando, sin temor de que sus retinas muertas se vieran afectadas. Sin embargo, le provocaron dolor y tuvo que apartar la vista y escudarse con el brazo derecho. Temió por instantes ser desintegrado por luz celestial y se sorprendió aún más al sentir de sentir su corazón palpitando con temor y sorpresa. El brillo mermó lentamente, dejándole ver su brazo sin el exoesqueleto ni las sombras, sino de carne y piel. La luz emanaba siluetando una figura humana indistinguible, aunque Bennarg reconocía su procedencia celeste. El ser le extendió la mano, flotando a casi un metro del suelo.

Los reinos más allá del mundo mortal eran complejos, pero los conocía demasiado bien. Había hecho un largo camino desde el dolor hacia la justicia y el castigo, como mandan las leyes infernales. Pero él mismo pagaba también su parte en el eterno ciclo de vida y no-muerte. Con los Cielos, por otro lado, era más distante. Aunque se vestían de blanco, en nombre del bien podían llegar a ser más despiadados que el mismo infierno. Pero había hecho las paces con ellos y había recibido parte del perdón. Suspiró profundo y le extendió la mano de regreso al ser luminiscente.

Cuando Bennarg regresó, sus cicatrices ya no estaban. El color había vuelto a sus mejillas. Ya no tenía el exoesqueleto y vestía como el simple pastor que era, aunque la capa de sombras seguía ondulando tras de sí. El débil y prosaico aspecto provocó una mueca de desprecio de su compañero Jhergut y una mirada de asombro en el hobbit. Se sentó con naturalidad entre ellos. Miraba su mano derecha y ocultó una intensa luz blanca en sus dedos índice y del corazón, apretando el puño y envolviéndolo con la otra mano.

Cuando se hizo de noche, divisaron una débil luz de fogata en lontananza. El hobbit, el delgado noble y el enclenque pastor vieron la figura enorme y pesada de un hombre de mediana edad, con espesa barba gris y el pelo largo afirmado en un moño. Vestía una armadura tosca y ligera, con el escudo al hombro y jabalinas a su espalda. Su mano derecha descansaba sobre el pomo de una espada corta afirmada a su cinturón, exhibiendo a sus compañeros los muñones de sus últimos dos dedos. En su espalda, cruzando las jabalinas, descansaba un mandoble envuelto en paños, exhibiendo solo una pequeña porción de la empuñadura hecha de un cristal negro.

Saludó con cortesía a los tres y sus modales fueron sorpresivos en el aspecto tan barbárico. Inmediatamente provocó la irritación del noble, que lo miró de arriba abajo. Eran los únicos cuatro seres vivos en kilómetros, por lo que la petición de unírseles no levantó demasiadas sospechas. El nombre del bárbaro era Khal Morant. Sus amables palabras solo irritaron más a Jhergut, que devolvía mordaces comentarios sobre su origen, pero Khal respondía con una sonrisa entrenada en la cortesía, demostrando nuevamente su porte real. Mantuvo el mandoble enfundado y muy cerca suyo. Parecía vibrar de tanto en tanto, o tal vez solo era un efecto de las ondulantes llamas del fogón.

Cuando aclaró caminaron al altozano por la ruta menos empinada. No había ningún indicio de que haya existido alguna vez un camino. A la distancia pudieron ver el muro exterior de un monasterio. Construirlo requería una estrecha conexión con caminos, mercaderes, canteras y urbes. Pero no había indicio de que hubiese o haya habido nada de eso alguna vez. La ayuda de Khal les facilitó subir, adelantándose para escalar cornisas, saltar acantilados u otros peligros, y ayudar a sus anquilosados compañeros en estas mortales proezas.

El blanco convento coronaba el altiplano con muros altos cubiertos de adobe pintado. Las puertas de madera en el arco de la entrada rechinaron y golpetearon cuando el viento las azotó. La nave de la iglesia era enorme y sus columnas de piedra pulida seguían firmes. Tras dejar atrás cada par de columnas, vitrales a cada costado retrataban seres de forma humana y túnicas cartujas, sin rostro, conteniendo en un sello circular alguna criatura, forma o alegoría ominosa.

El hobbit se asomó por una puerta occidental que daba hacia el patio del claustro. Desde allí vio lo deteriorado del convento, que pese a lo vetusto seguía muy firme. Se sentía mucho más desgastado de lo que se veía. Lo recorrió con los ojos rápidamente. Rodeando el claustro y apoyado en el muro exterior, se alzaban los dos pisos que constituían los pabellones donde dormían, comían y trabajaban. Los pabellones formaban una “C” alrededor del patio cuadrado, uniéndose a la parte anterior y posterior de la iglesia, por el costado occidental.

Khal se adelantó a los demás, cruzando la nave principal más allá del altar hasta salir de la iglesia por una puerta que conducía a una de las torres del campanario. Su paso era agitado y la espada en su espalda vibraba. Esta vez era notorio. Cada tramo era más evidente cómo se agitaba y reaccionaba. La frente del bárbaro estaba perlada de sudor, mas no lucía fatigado. La campana era una enorme estructura de bronce con bajorrelieves y tallados intrincados. “Parecen sigilos de escritura celestial, pero no están correctos, están retorcidos…” comentó Bennarg mientras se acercaba curioso, pero Khal lo apartó con su grueso brazo cubierto de cicatrices. Quitó los paños del mandoble que llevaba a la espalda y desenfundó una imponente espada de obsidiana, formada por dos hojas paralelas que se dividían a la altura de la guarda, donde flotaba un extraordinario ojo oval. A su alrededor, la realidad se veía manchada por energía oscura que lentamente era inhalada por el negro artefacto.

Los oídos del bárbaro se hicieron sordo a los gritos de sus compañeros. Solo escuchaba una voz: la de Otaral, la hoja maldita, “¡anda, mi marioneta, y sírvele esa campana a tu amo, que desde aquí me embriaga el aroma de su magia!”. Khal intentó refrenarse, pero la espada lo seducía con vigor esta vez. El pequeño hobbit extendió su mano y el anillo en ella brilló; cerró el puño y jaló la mano hacia atrás. Al mismo tiempo, una fuerza invisible sujetó a Khal del cuello posterior de la armadura y fue impulsado hacia atrás cuando alistaba el mandoble para darle una estocada al grueso bronce.

Aunque frenado, extendió los brazos para atravesarla, pero otra fuerza empujó la campana lejos de él. El primer tañido por poco les hace perder el conocimiento y el segundo la cordura, pues sonó como un lamento o grito sobrenatural. La fuerza del bárbaro se sobrepuso a la magia de Zeal y se alistó para darle un tajo de revés a la campana, pero de un instante a otro la espada dejó de manipularlo, como si hubiese perdido completamente el interés. Al oscilar, dejó ver a Bennarg detrás de ella; con la mano extendida y los dos dedos apuntando hacia el cielo con intensa luz. La magia de la campana se había dormido, pero seguía allí. “No lo entiendo” decía cabizbajo el pastor, “los celestiales me han prestado este poder para redimir, pero quien sea que esté atrapado aquí está más allá del perdón”. Desde la altura del campanario, la vista del convento trazaba un intrincado sigilo protector. Debajo de él solo podían imaginar una grieta tan abominable como la que habían visto en las minas de Pinkstone.

La luz había vuelto a mermar y estaban exhaustos. Jhergut y Zeal fueron a buscar comida al pabellón del refectorio, mientras Bennarg interrogaba a Khal sobre la espada que llevaba a cuestas. El artefacto maldito lo había elegido como su portador. Por más que quisiera abandonarla, ella siempre regresaba. “Cuando tomamos Barad Uk Tu, la de los inmortales, ella me eligió. Me utiliza para devorar aquello infectado con magia. Aunque la espada me hizo rey, abandoné ese mundo en busca de un destino ajeno al de este pedazo de obsidiana maldita con la esperanza de deshacerme de ella”.

El pabellón donde se comía y cocinaba no se había tocado hace siglos. Aún había platos de madera y cuencos sobre la mesa. Hallaron una hogaza de pan intacto y un jarrón de greda lleno de agua cristalina. El pan se hundía al tacto con la consistencia de uno recién enfriado. El noble lo tomó con una mano y lo acercó a sus ojos, penetrando su historia con su mirada. El hobbit tocó su anillo y su mente se acercó a la del noble para compartir su visión: una masa amarillenta se aplanaba y expandía por la fuerza de dos manos femeninas. No podía ver ni la mesa, ni el pabellón, ni a las demás personas con las que aparentemente hablaba y sonreía mientras trabajaba. La mujer era joven y cándida. Tenía algo encantador, aunque ese exceso de bondad no dejaba de irritar al noble. Un hombre anciano, su padre tal vez, de aspecto erudito pero igualmente gazmoño a su parecer, acompañaba a la joven. Cuando el pan fue cocinado, el anciano se lo acerca a alguien mientras susurra una plegaria. Luego de brillar, el pan desaparece y la visión termina.

Esa noche los tres comieron y bebieron antes de dormir junto a la entrada de la iglesia, desde el interior. Jhergut lo pensó largo rato antes de probar el pan y el agua, pero finalmente lo hizo. Bennarg hizo la primera guardia, mientras pensaba en el ser que habitaba la campana. Sentía un fuerte cansancio y dolor en los músculos. Pasaba tanto tiempo como no-muerto que a veces le llegaba a incomodar estar vivo. Pero el mensajero le había dado el don para redimir cuando le devolvieron la vida. Aun así, fue inútil cuando quiso usarlo en la campana. “¿Qué pudo haber hecho para no merecer perdón?” se preguntaba.

Al principio creyó que era el cansancio el que le provocó las alucinaciones, pero durante la guardia más de un alma en pena deambulando por el monasterio. Cuando estuvieron despiertos exploraron el pabellón de trabajo. Era de un piso, amplio y de base rectangular. Una balaustrada lo separaba del claustro. Tenía estantes con libros tan viejos que se deshacían al tocarlos. Un atril de copista sostenía un enorme libro forrado en cuero, pero estaba cerrado y asegurado con un cerrojo. La fuerza física de Khal no bastó para abrirlo, ni tampoco su espada pudo devorar su magia, pues la fuente estaba en otro lugar.

En una esquina del taller había un pequeño escritorio de orfebre, con limas, cierras y cinceles, y una llave a medio terminar. En la pared colgaban cadenas y candados. Guardaba hojas sueltas en una cajonera, donde dibujaba el diseño de la cerradura del libro y de la llave. Mientras el hobbit intentaba limar la llave para darle la forma de los apuntes, entre los papeles aparecían dibujos hechos con un trazo cada vez más desesperado. Algunos eran de la muchacha sonriendo o llorando. Pero la mayoría estaban enmarcados, como si fuesen vistos a través del ojo de una cerradura. El orfebre espiaba a la joven dentro de una alcoba, aterrada ante la sombra de un monje ataviado con una túnica de superioridad y sigilos celestiales. Bennarg reconoció el sigilo del “arché”, propios de los arquitectos mayores.

Bennarg seguía viendo retazos anímicos deambulando con intermitencia. Vestían como los monjes de los vitrales y reconoció el dibujo del arquitecto y sus sigilos. Ya no tenía dudas. “Los monjes de este convento eran celestiales” comentó sin alzar la vista. “Los he estado viendo por todo el convento. Como espectros. Pero algo les ha pasado”.

El último dibujo parecía haber sido hecho desde el pabellón donde dormían. Mas al llegar al punto preciso donde fue dibujado, no había ninguna habitación, solo un par de decenas de sacos de dormir sobre el suelo de piedra. El espíritu del orfebre se aparecía de tanto en tanto, apoyándose en el aire, agachándose como intentando ver a través de un agujero, caminando de lado a lado con desesperación. Bennarg se acercó poco a poco la posición del espectro, hasta que sintió su angustia en el pecho y una imagen en el ojo derecho. Era la muchacha, la de los dibujos y, probablemente, la que habían comentado Jhergut y Zeal, llorando sobre una silla mientras un anciano la consolaba. Una puerta se abre y entra el arquitecto celestial, con deseo en sus ojos. El anciano se retira a una esquina de la habitación y saca de un bolso de cuero el mismo libro del atril, pero más limpio y nuevo. Apoyado sobre sus piernas, escribe entre sollozos lo que era obligado a presenciar. Con los ojos húmedos mira hacia Bennarg y éste se sobresalta, pero no deja de mirar. Recorta un pedazo de hoja y lo desliza bajo la puerta.

Para los otros tres solo fue un segundo. Vieron a Bennarg posicionarse y de pronto cayó de espaldas sobre sus cuartos traseros, con la respiración agitada. Les contó la historia mientras recuperaba el aliento. El atento noble descorrió las ropas de pastor con el pie, buscando algo en el suelo cuando Bennarg relataba la última parte del relato. Sobre la piedra descansaba un trozo de papel que decía “…al menos tú sí la amas, a diferencia del prior arquitecto…”.

Jhergut y Zeal se adelantaron para volver al mesón del orfebre, mientras Khal ayudaba a Bennarg a incorporarse. Todo el taller había cambiado. Las cadenas cubrían las paredes, reptaban como serpientes por el suelo o colgaban desde el cielo. Se acercaron con cautela mientras una masa de cadenas se arremolinaba tomando la forma de un gran golem de cadenas. El hobbit vio como unas cadenas se enroscaban en su compañero, ahorcándolo, constriñéndolo y levantándolo con violencia. Cuando intentó escapar, dos cadenas lo apresaban por los pies y reptaban hacia arriba. Cuando llegó Bennarg y Khal Morant, vieron a Zeal y a Jhergut retorciéndose en el suelo, mientras una enorme mole de cadenas tomaba forma. “Está siendo engañado por una ilusión” dijo Jhergut acercándose a sus compañeros desde atrás. “Así que yo lo engañé con otra igual. Destruyan esa abominación mientras ayudo a Zeal”.

Khal desenfundó la espada Otaral, ávida por devorar la magia del golem, aunque lo duplicaba en altura. Un brazo de cadenas salió proyectado con violencia hacia el bárbaro, que interpuso el arma para protegerse. Pero las cadenas se separaron en dos columnas que pasaron por sus flancos, lo rodearon y apresaron fuertemente. El bárbaro alcanzó a interponer su espada en posición vertical, sujetando los extremos con cada mano. Bennarg se acercó como pudo, y con su tacto provocó un poco de herrumbre y óxido en ellas, cercanas al filo de obsidiana de Otaral.

Otro haz de cadenas se dirigía hacia Bennarg. Si el enorme bárbaro apenas podía resistirlas, a él lo harían pedazos. El pastor se fundió en las sombras y se alejó hasta llegar a las espaldas de Lord Jhergut y Zeal, que recién recobraba el sentido. Con Khal apresado, Zeal desorientado y Bennarg refugiado tras de sí, el noble de negro abrigo se puso de pie con orgullo y desenvainó lentamente su bastón, dejando ver una hoja del color del hierro fundido. Un brazo de cadenas tintineaba acercándose a él amenazante como una serpiente al acecho. “Ha llegado la hora de que Lord Jhergut demuestre su valía. Prepárate, engendro, ahora conocerás de lo que soy capaz”; diciendo esto, con un rápido giro de cintura en 180 grados, abanicó su sable horizontalmente mientras degollaba a Bennarg. Mientras su compañero caía, él echó a correr seguido por el hobbit, dejando también a Khal a su suerte.

Mientras la sangre manaba del cuello del difunto pastor, las carcomidas cadenas cedieron al filo de Otaral y logró liberarse. Khal retrocedió como una bestia fiera que se repliega ante un enemigo superior, sin despegar su vista del monstruo. Era más fuerte y rápido que él. Además estaba solo y las cadenas se preparaban otra vez. Salieron proyectadas y se dividieron, pero Khal se hizo a un lado y desvió con su espada ambas cadenas hacia el flanco izquierdo. Con los reflejos de un tigre, cargó con la espada lista para una estocada. En medio de todas las cadenas de su cuerpo, divisó un candado con una enorme cerradura y clavó la punta de la espada en él. La magia que lo animaba fue succionada por Otaral, que susurró a Khal gemidos de satisfacción. El golem quedó inmóvil.

Bennarg regresó de entre los muertos cubierto de sombras y huesos exoesqueléticos, tanteándose el cuello. En sus retinas seguía grabada la imagen de Jhergut volteándose y degollándolo. Se repetía una y otra vez con creciente brillo, hasta que la imagen se transformaba en la del ángel luminiscente que le devolvió la vida y le prestó el don redentor. La luz se desvaneció como un rápido ocaso. La magia necromántica le permitía ver otra vez.

Se acercó a Khal y al golem; la masa de cadenas ocultaba en su interior la escultura de un hombre hecha en hierro negro, con una eterna expresión de angustia. Tomó el pedazo de papel y lo acercó al ojo de cerradura. El candado se abrió y las cadenas se desparramaron tintineando contra la piedra. La escultura de acero negro cayó de bruces y dio un cuarto de giro, exponiendo la cara hacia ellos. Le iba a acercar su mano de luz redentora, pero en su lugar acercó una opaca mano exoesquelética. La muerte le había arrebatado el milagroso don de redimir. La eterna e injusta agonía del orfebre resonaba con la propia de Bennarg. Lo distrajo la llave para abrir el libro, que estaba entre las férreas manos del orfebre, entrelazadas como en gesto de plegaria.

Jhergut y el hobbit regresaron con paso trémulo. El noble tenía el libro bajo el brazo y Bennarg la llave en su mano. Se miraron largo rato manteniendo la distancia. En el primero se debatía la curiosidad por el contenido del libro y el miedo a la represalia de su compañero. Pero la aparente paz de Bennarg era solo el equilibrio entre la insensatez de haberse refugiado tras Jhergut y la cobardía ante el golem. “Mi propio temor me ha hecho fracasar. Jhergut solo me lo ha hecho ver” pensaba Bennarg, mientras el noble le devolvía una mirada de respeto ante la portentosa apariencia que había recuperado, ajena a las hipócritas luces celestiales.

Finalmente el libro fue devuelto al atril y la cerradura desbloqueada. Los ojos de todos se prepararon para presenciar un poder mágico propio de los mundos exteriores; a los horrores de la corrupción celestial; incluso a la muerte que podía sobrevenir de presenciar una verdad prohibida a los seres mortales. Las páginas contenían fechas y entradas de una bitácora o un acta, escrito con caracteres celestiales. Bennarg leyó en voz alta mientras traducía lo que lograba comprender.

“Las fechas usan un calendario celestial… esto fue escrito hace más de dos mil años, un poco antes de nuestros dioses.

“…el cónclave del pandemonio había acordado unirse para abrir una puerta… el río cambió de color… nuestros rezos fueron escuchados y así fue cuando llegaron… la construcción de la Iglesia Muda cerraría esa puerta…

“…mi hija y yo nos vimos conmovidos por su presencia… nos aceptaron para ayudarlos y servirlos… el diseño de todo el convento seguía los patrones de… se refiere a una runa de protección en la lengua de los celestiales” dijo mirando a sus compañeros. “Continúa, ¿qué más?” le instigó el hobbit, ansioso.

“…el celestial mayor, el gran arquitecto, comenzó a comportarse de modo extraño ante mi presencia y la de mi hija… luego entendí que no era por mí… Un día descubrí que había cambiado el diseño del monasterio… había construido una habitación secreta… ¿no atentaría esto contra la magia del sello?… Claro que eso fue lo que ocurrió, anciano” dijo moviendo la cabeza mientras pasaba de página. Luego continuó relatando la visión que tuvo Bennarg en el pabellón de los monjes. El orfebre también amaba a la muchacha y lo consumía la culpa, pero nunca la maltrató.

“…el débil sello permitió que entraran demonios menores… desastres en el refectorio… pesadillas… se sentaban sobre el pecho al dormir… hasta que las cosas empeoraron y encontramos un celestial eviscerado… el arquitecto estaba furioso intentando encontrar un culpable… así continuó y creímos que ese régimen sería lo peor, hasta que mi hija desapareció… El arquitecto acabó de volverse loco… castigó a todos… convirtió en gárgolas… ató sus espíritus a los vitrales… convirtió al orfebre en una estatua de hierro y cadenas… a mí me ató a este libro… los demonios seguían saliendo… comprendió al fin que era por él… subió al campanario… oí un grito desgarrador, o un lamento… la campana tañó extraña… no he vuelto a ver ningún demonio desde entonces… hace días no pasa nada aquí… soledad… no tengo hambre… ¿para qué escribo todo esto?… No hay nada más” concluyó, comprobando las páginas siguientes que estaban en blanco.

“¿Tanto esfuerzo por un miserable diario de adolescente?” dijo Jhergut, visiblemente decepcionado. “La campana es lo único que sella las puertas del pandemonio” pensó Khal en voz alta. “Y por poco la rompes” añadió el hobbit: “esta campana podría sellar la grieta de Pinkstone”. Bennarg lo miró a los ojos con legítima curiosidad. “¿Quieres llevártela? Dejarías abierta otra entrada aquí”. “No podría llevármela” respondió apresuradamente Zeal. Sin embargo, había una manera de hacerlo y él lo sabía.

La espada maldita, Otaral, sentía una creciente sed por la campana y los susurros se volvieron gritos impacientes que doblegaron la voluntad de Khal. El rey bárbaro se sujetaba la cabeza mientras sus piernas caminaban involuntariamente hacia el campanario. Bennarg lo sujetó por el brazo. Khal no quería destruirla y podía verse la consternación en sus ojos.

Mientras forcejaban, Lord Jhergut posó su mano en la cabeza de Khal Morant. Su mente penetró en la del bárbaro para reescribir en ella con la implacable sutileza del cincel en la madera. Pero la presencia de Otaral lo interrumpía como un enjambre de insectos zumbando y aguijoneando, optando por aturdir al bárbaro y salir rápidamente de allí. Khal perdió el conocimiento y fue arrastrado por Bennarg hasta que estuvieron fuera del convento.

Dejaron atrás el edificio con el miedo de que alguien destruya la campana. Desde entonces, Khal ha viajado con ellos, por miedo a que la espada lo guiase de vuelta para concretar su ávida sed de magia. Si eso ocurría, habría sido un desperdicio que Zeal no la hubiese llevado a Pinkstone para sellar su grieta y ayudar a toda la comarca, que seguía bajo asedio. El arquitecto debería seguir cumpliendo su castigo autoimpuesto y sellando la puerta al pandemonio, pero el injusto destino de los demás celestiales pudo haber sido evitado si Bennarg hubiese protegido su propia vida. ¿Qué alternativa existe, al fin y al cabo, de poder librarnos de nuestras propias cadenas? ¿De poder salvarnos de nosotros mismos?

El corrupto monasterio y su aguda cumbre se habían grabado en el microcosmos de Lord Jhergut. El grandioso ángel miraba hacia abajo desde la saliente. “Horrible historia la de esos celestiales” dijo al viento, “tuve suerte de tener un captor más benevolente que ese arquitecto”. “Lárgate” dijo Lord Jhergut en voz alta con el rostro fruncido. Sus compañeros lo miraron confundidos. “¿Puedo?” preguntó el ángel con una sonrisa victoriosa, justo antes de echar a volar sobre las recientes planicies imaginadas, como un águila real por su vasto territorio.