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El vacío existencial

El vacío existencial

El vacío existencial es un sentimiento de ausencia, carencia, de otros sentimientos. Puede ser descrito como angustia ante la existencia, pero no una angustia desgarradora, sino desoladora. El vacío se experimenta como el sinsentido, como una encrucijada ante la posibilidad de elegir algo, pues no hay una sensación de dirección que justifique la elección. Una actitud de espera frente al tiempo finito de la existencia, que lo dicta la inevitabilidad de la muerte. O una profunda desconexión con los demás, que también se experimenta como soledad o aislamiento. Esa sensación de no ser jamás comprendidos a cabalidad, porque existimos solos en nuestra psique o mente o mundo interior.

La existencia es una experiencia que tenemos como Ser, que vive tanto en el mundo como en sí mismo. Existimos en el mundo material, el exterior, pero también en el espiritual e interior. El vacío creo que se da por la negación del mundo psíquico y la exacerbación del mundo material: el materialismo. Sin embargo, también es posible que vivir demasiado en el mundo psíquico lleve a la misma angustia: sería por espiritualismo, pero no es la intención elaborar eso aquí.

Desde el materialismo, lo psíquico no es relevante. El ser humano puede guiarse por el conformismo: querer lo que otros hacen, o el totalitarismo: hacer lo que otros quieren. Es decir, subyace el estar alienado de uno mismo, ya que siempre deseo o actúo a partir de otro. No hay subjetividad.

Se plantea desde el humanismo (materialista igual) que el sentido está en la “autorrealización”. Un concepto que suena estimulante, pero que habla de hacer “real” lo propio. Darle materia, forma, lugar. Sin embargo, ¿cómo puedo llegar a saber qué es lo propio? ¿No es necesario saber qué es lo propio antes de llegar a realizarlo en el mundo? Es como pretender nacer sin una fecundación previa. Es la pregunta previa por el sentido antes de la realización.

Desde el espiritualismo, el sentido tampoco existe en el mundo, pero se lo podemos dar desde nosotros mismos. Creyendo ser principalmente espíritu, podemos fecundarlo todo de sentido. Pero esto puede llevar a crear quimeras imposibles que no tienen cabida en lo natural, sino solo en lo imaginario. Es como vivir en un mundo sin sentido, pero embobado y encerrado en mis propias fantasías donde me refugio y consuelo. Es como la facultad escapista que tiene la fantasía.

Desde una mirada donde lo material y lo espiritual coexisten en armonía, quizás la materia tenga espíritu, o dicho de otro modo, el mundo real tenga sentido por sí mismo. En este caso, la tarea del ser no es dar sentido, sino encontrarlo.

Cuando decimos “mundo” no solo nos referimos a los objetos físicos. El mundo unido, material y espiritual, creo que es principalmente la historia del mundo. Lo que percibe cualquier ser es imagen y es representada a través del lenguaje, lo que es un proceso espiritual sobre el mundo material. Cuando el tiempo transcurre, cada instante se une al siguiente en tanto lo haga historia. La vida es una permanente creación histórica. Se crea historia mientras vivo y elijo. Pero lo que aún no elijo no es historia, sino existencia. Mientras no elija, estoy frente a la existencia; cuando ya elegí, hice historia. Cuando muero, me transformo en historia pura.

La historia es el objeto del mundo en el ser. En ella puedo encontrar el sentido. No se trata de atribuirle a ella lo que yo quiera, sino descubrir cómo los acontecimientos y eventos apuntan a un determinado destino. Como si la suma de todos esos vectores diera como resultado un vector general, que es el sentido. Pero hasta que no muera, en hacer la pregunta por el sentido, tanto yo como la historia irán cambiando. Por lo que haré nuevas preguntas que irán generando nuevas formas de verla. Este es el círculo hermenéutico. Aunque la historia y mi ser siguen siendo los mismos, en el proceso de buscar sentido me transformo cada más en ellos. Dicho de otro modo, mi conciencia que es limitada se va acercando y ampliando en el conocimiento del Ser, lo que solo ocurre al buscar el sentido dentro de mi historia.

Buscar el sentido se llama “autotrascendencia” y es previa a la autorrealización. Pero la sensación de sentido sigue siendo difícil de definir. Desde el lado material, surge algo semejante cuando creamos algo. Desde cierta forma, es propia en el ser humano el acto de crear. Se da vida a la especie en la reproducción, pero también a las ideas en libros, en el arte, incluso en el propio cuerpo. Desde el lado espiritual, el sentido se percibe en la experiencia de emociones, en el vivir, y especialmente en el amor. Sea a un ideal, a un hijo, a una pareja, el sentimiento genera plenitud.

Pero la tercera forma es la que más me convence: el sentido surge cuando le plantamos cara al destino. Podemos reconocer que la vida o que la existencia es angustiante, pero es la actitud con que plantamos cara a este vacío el que lo llena de sentido. La actitud puede ser de aceptación, de lucha, de resistencia, creo que da igual de qué sea mientras no sea derrotista. Como dice la frase de Carlyle, es héroe tanto el que vence como el que pierde, pero nunca el que se rinde.

Hasta aquí, el vacío existencial ha sido pensado desde las ideas de Victor Frankl. Encontrar sentido plantando cara a nuestras circunstancias, a nuestro destino, equivale a plantarle cara a lo inconsciente. Lo que no hacemos consciente se nos manifiesta como destino, dice Jung, y hacerle frente al destino es una manera de enfrentarlo. En caso de que elijamos no hacerlo, vivimos freudianamente, a merced de nuestros impulsos reprimidos, de nuestro inconsciente personal, de nuestros complejos. De lo que hemos absorbido de la cultura y con lo que hemos vestido a nuestra conciencia. Es ese traje que el mundo nos dijo que debíamos usar, aunque nos apriete. Pero si elegimos confrontar el destino, es como si rajáramos las vestiduras. Ya no hay modelos preconcebidos, somos enteramente libres. No hay arriba ni abajo, luz ni oscuridad, solo una enorme masa confusa de posibilidades infinitas, sin siquiera un norte. Aun aquí podemos elegir morir. La cuestión es ¿por qué no habríamos de elegir morir?

Cuando rajamos las vestiduras aparecen los arquetipos angustiantes de la existencia, como el vértigo a la libertad, la soledad, la muerte, la pregunta por el sentido. El existencialismo surge frente a ellas concluyendo que nada tiene sentido (nihilismo), o que todo es absurdo, pero siento que estas son las conclusiones a las que se puede llegar solo usando la razón. La razón, por sí sola, no integra el espíritu. En palabras de Chesterton, el loco es el que ha perdido todo excepto la razón. El nihilismo y el absurdismo me parecen excelentes pruebas de ello. Ambas conclusiones son lógicas, pero no verdaderas. Aunque esto no es algo que pueda demostrar, el argumento que más me convence de esta idea es la existencia de la belleza. ¿Cómo un mundo que sea absurdo o que no tenga significado puede provocar belleza o ser bello?

La razón nos lleva a la angustia existencial al no poder humanizar los arquetipos existenciales. Humanizar quiere decir darles una forma personal, subjetiva, encarnarlos en uno mismo. Mi sentido, mi libertad, mi vida y mi muerte, mi soledad. Pero la razón siempre puede dudar, incluso de sí misma. Es el materialismo el que, como credo, asegura que solo la materia es verdadera. Pero la razón, si trasciende este prejuicio, puede ponerlo en duda. Tal vez haya algo más allá de la razón. Y quizás, más allá de la razón, exista el sentido.

Había mencionado que el sentido se encuentra en la historia. Pero desde la razón materialista, la historia puede ser pensada prejuiciosamente como un conjunto de hechos solamente. En el círculo hermenéutico, me transformo dialogando con la historia, dándole espíritu y de pronto tiene un sentido más allá de los hechos. Descubro que tiene sentido. Descubro cuál es. Eso genera alivio.

Es semejante a cuando alguien querido nos reprende sin motivo. Si no entendemos por qué lo hizo, el rechazo emocional y el dolor se vuelven avasalladores, sintiéndonos sin valor. Pero cuando comprendemos que dicha persona actuó desde su propio conflicto, porque tuvo un mal día, ya sabemos que no hay nada malo en nosotros. Podemos tolerar ser reprendidos por la vida, siempre y cuando nuestro ser sea esencialmente bueno: es decir, que tenga sentido, aunque no sepamos cuál es. Pero si llegamos a creer por un instante que no lo tiene, que somos esencialmente malos, vuelve la angustia de la existencia.

La duda es la que abre las puertas de la razón a lo inmaterial, para reconocer que existe un sentido espiritual en las cosas. Desde ese momento, el Yo debiese reconocer que hay algo más grande que sí mismo, y que es auténticamente él mismo, pues es su sentido. Ha salido el sol en este punto. Si la tierra es la conciencia, el sol es este sí mismo, citando a Jung.

La relación con el sí mismo es determinante existencialmente. Kierkegaard habla de la desesperación como una enfermedad mortal, que básicamente quiere decir que el yo se aliena de su sí mismo. Hay varios niveles de desesperación. En el más básico, vivimos como si no hubiera un sí mismo y en esta ignorancia puedo vivir una aparente felicidad por ingenuidad, aunque tarde o temprano, ante alguna muerte o evento intenso, descubriré que no tengo todas las respuestas. Luego podemos alienarnos buscando este sí mismo en la materia solamente, proyectando el amor absoluto en una persona, en un ideal, en algo de allá afuera. Después podemos alienar y desesperar reconociendo que el sí mismo es algo espiritual, pero no atreverme a entregarme a ello. Por que en el fondo no acepto que no sea Yo el sí mismo y, además, que el Yo nunca pueda llegar a alcanzarlo. Es un acto de soberbia. Esto lleva al último grado de alienación, cuando reconociendo el lado espiritual, en lugar de entregarme humildemente a él, me deleito en la propia desesperación, pero a cambio de un sentido de superioridad frente a los demás.

Kierkegaard trata el sentido como Dios, lo que concuerda con el arquetipo del Sí mismo en Jung, aunque a nivel psicológico y no teológico. Sin embargo, el problema de la existencia es también psicológico. En esta línea, cuando la razón duda y aparece ante la conciencia lo inconmensurable de la existencia, o bien puede caer en desesperación o entregarse al sentido. Este es el salto de fe, entendiendo la fe como aquello en lo que se cree sin pruebas o argumentos racionales, pero sí por hallar en ello un sentido profundamente significativo para el sujeto.

Por que el sentido, por muy bello que suene, es una experiencia personal, intransferible, profundamente solitaria. Lo que tiene sentido para mí muy difícilmente lo será también para otro. Es una verdad personal y solo personal, que nadie más que yo puede confirmar. Tampoco es algo que se pueda transferir a otro. Como si hubiese tenido una revelación divina: la duda me dirá ¿será realmente una revelación o estoy volviéndome loco? Sin embargo, el salto de fe es aceptarla como propia. Es un acto, un compromiso activo y profundamente irracional.

Pienso en grandes momentos de la historia, el profeta hablando del dios verdadero en el panteón politeísta, el astrólogo enunciando que el sol no gira en torno a la tierra, que el hombre nace libre y la esclavitud atenta contra una ley natural. Todas ideas que en su tiempo fueron descabelladas pero que hoy son verdades del mundo, y que surgieron de individuos.

Ser un “caballero de la fe” es el camino del sentido e implica dedicar la vida a la fe. En el ámbito ético, el llamado por lo que me da sentido es de intensidad religioso, pues el sí mismo es el arquetipo de dios y lo que nace de él se experimenta con esta intensidad. La moral surge de la interacción social y de la época, es lo racional en ese tiempo, pero la vocación del sentido rompe esos esquemas. Si tomamos la alegoría de Abraham donde Dios le pide que sacrifique a su hijo, lo que muestra esta metáfora es que el sentido o la fe trascienden lo puramente racional. En este caso, de lo que se considera “lo bueno”. En este punto lo religioso es donde más ha sido atacado por el materialismo, formando fanáticos religiosos en lugar de caballeros de la fe. Porque el fanático no duda. Si Abraham no hubiese vivido la angustia, habría sido un fanático. Porque es la razón cuando duda la que alcanza la fe, en el abismo frente a la desesperación.

Por lo tanto, la fe es una capacidad personal espiritual y no depende de si creo o no en un credo u otro. Esto es importante en nuestro tiempo, donde se acusa de una “pérdida de fe en la iglesia”, como si solo en ella pudiésemos tener fe. Al contrario, el objeto de la fe es libre, pero no se trata de elegir lo que queramos, sino de descubrir qué es realmente lo que queremos. De ahí que sea una “vocación”, un llamado, como el mitologema del llamado a la aventura que vive el héroe en los mitos, según Campbell. Es una vocación cuyo thelos, finalidad o propósito es absoluto y superior a cualquier ética externa.

El sentido se experimenta de una forma especial. Como un estado de flujo, de inmersión, en que el yo se pierde o difumina sus límites con lo que está viviendo. Puede entenderse como el estado de trance de participación mística, por estar conectado con algo más grande que el ego. Este estado tiene su propio riesgo, pues al participar en ello, el Yo puede caer en la idea confusa de creer ser él mismo esa grandeza, en lugar de participar de ella. Este efecto se conoce como inflación psíquica.

Por otra parte, la filosofía teológica plantea que si bien el hombre no es igual a Dios, estar hecho a su semejanza se entiende como que “participa de la divinidad”, lo que puede referirse justamente a este tema. Esto invita a otro problema racional, pues la posesión por el complejo no se distinguiría de la participación en la divinidad a simple vista. Un psicótico que cree ser un santo porque este complejo lo ha poseído es difícil de distinguir de un verdadero santo. Sin embargo, es diferente aunque cueste comprobarlo, porque en el complejo en posesión, el yo se pierde, mientras que en la participación, está presente. La primera es inconsciente, la segunda es por elección.

Más aún, en la real participación con el sí mismo, el yo debe estar presente pero despojado de sus creencias actuales, para abrirse a una nueva realidad revelada. En este proceso, la muerte cobra sentido desde lo simbólico, pues solo dejando morir al Yo es que el Sí mismo se manifiesta. Solo si suspendo los prejuicios puedo ver las cosas desde una nueva perspectiva, que aunque irracional, es lo que más hace sentido. Solo cuando tengo esta experiencia, revelación o epifanía, me abro a la posibilidad de vivirla en el mundo. Hasta ahora no he vivido realmente con sentido, solo lo he visto. Pero el camino a precipitarla al mundo, a materializarla, es escabroso: todo el entorno se va a resistir a ella, pues es única. No tiene hermanos, familiares, ni amigos. Es absolutamente nueva. Estás totalmente solo, tú y tu verdad, y sin embargo es lo más valioso que tienes, lo único que realmente vale cualquier pena. Pero ¿cómo pasar por esas penas? ¿cómo me preparo para el calvario, para el paso por el infierno?

Kierkegaard habla de la pasión. Varias corrientes hablan sobre el dominio de las pasiones mediante la razón, como el estoicismo, de que conducen al pecado o al bienestar material mediante la satisfacción del instinto. Sin dejar de ser esto cierto, la razón y el instinto se tensionan para poder vivir civilizadamente sin matarnos ni violarnos entre nosotros. La cuestión es cómo cambia la pasión cuando se encuentra el sentido y se cree en él por un salto de fe. En la participación con ella, los instintos quedan supeditados a uno mayor, de tipo religioso. Esta idea puede parecer exagerada y parcial hacia lo religioso. Sin embargo, solo en la depresión y el suicidio uno puede observar cómo el instinto de supervivencia, que es el más intenso de todos, se ve superado por un pathos. En el caso contrario, cuando participamos de nuestra dimensión eterna, a la que nos hemos entregado, también sobreviene un pathos, pero no sombrío sino genuino y que es exactamente la pasión.

El Pathos, que comúnmente utilizamos para referirnos a lo patológico, significa emoción, conmoción, sentimiento, sufrimiento. Cuando estamos desesperados, el espíritu se manifiesta “patológicamente” en nosotros, cobrándonos por la alienación. Si mi fe es ser cocinero pero en lugar de eso me dedico a las finanzas, esa alienación puede provocarme una neurosis y sufrir una psicopatología, como una depresión. Por el contrario, abandonar las viejas vestiduras de las finanzas, que son respetadas y seguras, para intentar algo que nunca he hecho y que no me traerá ninguna seguridad, que parece descabellado e irracional, eso también es un padecer, pero desde la pasión. El elemento que caracteriza la pasión y lo distingue de la patología es el amor.

La pasión es el amor por lo absoluto, un compromiso donde entrego la vida por algo que puede ser imposible. No es una apuesta, porque no se puede perder ni ganar: es una forma de vida que trasciende esos términos. Solo se puede vivir por ello y lo demás es de segundo orden. Pero vivir por esta pasión, al invocar al amor, también nos vincula con lo demás de un modo especial. Como dice Mateo, es como amar a dios por sobre todas las cosas, y al prójimo tanto como a uno mismo. Mientras mi pasión esté viva, el yo y el otro se funden. No hago las cosas para que los demás estén mejor que yo, ni uso a los demás para sacar un provecho. Funciona como el hombre idealista, de José Ingenieros, que dedica su vida por una átomo de bien, verdad o belleza, y que a través de esta búsqueda goza tanto de compartirlo como de conocerlo. Un pintor que se juega el alma en su obra, gozará tanto al crearla como al compartirla con los demás, sin hacerla para recibir admiración, ni por adular al otro. Esta obra es el significado de “sacrificio”, un hacer sagrado, pues el yo se para abrirle la puerta al Sí mismo por amor a su destino, por una pasión guiada por la fe.

Esto creo que es vivir por la fe. Es un camino delicado y sinuoso. Dudo que sea una etapa, sino más bien un estado mental frágil y escurridizo. El Yo es elástico y volvemos a los viejos hábitos rápidamente y por distintas razones, sean fuertes o débiles las brisas que nos arrastran. Puede ser una pequeña adulación la que nos haga olvidar nuestro propósito y volver a ese estado inicial. Tampoco creo que esta realidad sea fatalista o tan reprochable como para decir que no tiene sentido. Es más bien comprender que la divinidad es una centella de la que podemos tomar su brillo por los instantes en que brille su chispa. En esos instantes podemos vivir realmente la subjetividad: no la subjetividad del yo, consciente y externa, sino la del Sí mismo, que solo se alcanza por la fe. Desde el Sí mismo construimos una nueva identidad, una forma propia de tomar decisiones, de elegir lo que consideramos bueno o malo. Tanto si lo construimos o lo descubrimos, es a través de las experiencias de participación con lo trascendente, de lo que llegamos a conocer por fe, de la dimensión eterna del ser humano.