fbpx
Los motivos del capitán

Los motivos del capitán

Las islas del sur de Remoria son un lugar lejano de la mano del imperio. Lo que en el norte funciona con la más elevada de las administraciones políticas, económicas y sociales, en el sur sus gentes improvisan para llevar una vida decente. Las sofisticadas religiones y cultos, en el sur no es más que un hato de supersticiones paganas. Lo que el senado y los cónsules hacen en el norte es imitado como una caricatura por las maffias que rigen y dirigen a los pobladores.

La isla de Grossi se encontraba justo frente a una importante ciudad portuaria, en la costa del extremo sur de Remoria. Un puerto de no poca importancia, justo en medio del Viejo Mundo y del Mar Central. Pero la isla en sí no tenía gran importancia. Al menos no más que las cientos de islas que la acompañaban. Desde hace 10 años su suerte había cambiado para bien, pero la razón de su florecimiento se volvió una leyenda.

¿Habrían hallado el tesoro escondido de un pirata, o un capo de creciente poder la había vuelto un lugar de contrabando? Nadie lo sabía. Hace 10 años había ocurrido un evento horrible, pero las fiestas y la prosperidad lo ocultaron. Tampoco tenían cómo recordar ese evento, tan aislado y poco relacionado con el crecimiento que vivieron después. Solo la gente más vieja del pueblo lo intuía, pero la prosperidad la goza la gente joven y aventurera, y ellos rara vez escuchan a los viejos.

Cuando la isla era humilde, mientras los hombres trabajaban duramente en el campo y la ciudad, y las mujeres velaban por sus hijos, la cocina y el hogar. Pero durante las noches, algunas mujeres bailaban para el fuego de Aradia, la gran bruja, que las ungía con el saber de la naturaleza, de las hierbas y de los poderes sobrenaturales. Nadie sabe si esas viejas creencias fueron mezclándose con las supersticiones y la ambición, pero lo cierto es que a esos bailes se fueron sumando prácticas cuestionables… por decir lo menos. Por ellas fue que el destino se enrolló como un cordón de pesca en torno a un humilde pescador y, en lo que terminó de desenrollarse, todas esas mujeres acabaron quemadas y enterradas en una cueva.

 

El sol del mediodía refulgía con intensidad en el cielo azul y surcado de gaviotas. Unos navíos descansaban sobre el mar, mientras algunos arribaban y otros zarpaban. El cuchicheo de marineros, borrachos, mujerzuelas y comerciantes tonaba la típica melodía de los grandes puertos, mientras el chillido de las gaviotas se mezclaba con las campanas que anunciaban los movimientos portuarios.

La gentileza de un capitán de barco oriental le había permitido a cuatro extraños llegar a la isla de Grossi, siguiendo rumores sobre un perverso capo que explotaba mujeres y controlaba a la pobre gente local. Aunque uno de ellos, el monje Alius, iba con una pequeña niña a la que había prometido ayuda.

Una vez en Grossi, la gentileza del capitán continuó, llevándolos a una taberna donde era muy popular. Comieron y rieron como viejos amigos, aunque solo se conocían desde hace unas horas. Un borracho les comentó sobre el supuesto capo, pero no era lo que esperaban. Como muchas veces, los rumores eran exagerados. Sin embargo, había algunos hombres, como el borracho, que cargaban con un ánimo melancólico que no calzaba con el resto de los lugareños.

Todo parecía haberlos conducido a la isla por pura casualidad, siguiendo un rumor exagerado que no demandaba ninguna gesta heroica. Esto picaba la cabeza de Dailur como un pájaro carpintero apurado. Pues Dailur era un mago y viajero errante que dedicaba su vida al destino. Para él, ni las personas que conocía ni los lugares a los que llegaba eran por azar. Entonces, ¿Qué estaba haciendo él ahí ahora? El borracho y los demás hombres deprimidos despertaron su atención, tal vez por ellos había venido aquí con todas estas personas. De manera que, pidiendo permiso a sus comensales, se alejó de la mesa, salió de la taberna y, en un lugar tranquilo, meditó bajo las estrellas. Buscó los destinos de las personas como el borracho; sus vidas se le aparecieron en su mente como hilos de plata que se tejían en paralelo, hasta que tuvo una visión. Si lograba estar en un determinado momento y lugar, todos los hilos se enredarían en uno solo. Abrió los ojos de golpe y su pecho se infló con un propósito que llevar a cabo. Aunque una pregunta rebotaba en el fondo de su cráneo, ¿sería esta la voluntad de un destino superior o solo una situación que él había fabricado? Sin darle más importancia, les comentó a los demás lo que había visionado y quisieron acompañarle a ese lugar y momento. Todos, excepto el capitán.

Habían salido de la taberna, siguiendo las intuiciones de Dailur. Los hilos del destino se enredaban en su mente y él podía seguirlos. Si estaba presente en ese momento y lugar específicos, toda la gente que sufría en la isla de Grossi podría ser reunida en un mismo lugar. Si eso estaba bien o no, no lo sabía. Pero tenía algo en sus manos y pretendía llegar al fondo de su intuición para averiguarlo. Sus compañeros quisieron seguirlo, curiosos. La magia de Dailur brilló sobre todos ellos, empapándolos de una luz fulgurante; las luces y ellos se redujeron más y más hasta que cada uno alcanzó el tamaño de un puño sostenido en el aire. La luz fue opacándose hasta revelar la forma de un pequeño pájaro en cada uno se había convertido. Volando, siguieron la guía de Dailur-Ave por los barrios residenciales de Grossi.

Desde la taberna, el capitán que los había llevado hasta allí se había cambiado sus coloridos trajes de mar por sobrios y sombríos atavíos con los que sondeaba la noche, acompañado de su fiel compañero: el cuchillo. Siguió por los tejados a sus compañeros, aunque solo podía verlos por el rastro de aves que iban despertando a su torpe paso, o eso era lo que él creía, ya que la magia era para él algo inverosímil.

Las aves habían llegado al tiempo y lugar exacto en que se enredaban los hilos del destino. Cuando el ave Dailur se posó en el alfeizar de la ventana, vio a un hombre de mediana edad frente al retrato de un niño, sobre una especie de animita o altar. El cuadro se cayó justo cuando él se posó. El hombre miró al ave en su ventana y sus ojos se abrieron. En ese lugar, era común la creencia de que las aves transportan las almas de los difuntos.

Escondido sobre un tejado, el capitán observó como hombres de lugares aislados salían de sus casas con un sirio encendido o una ofrenda, y caminaron hacia un lugar en común. Los siguió por los techos hasta que se alejaron del pueblo. Luego los siguió por la costa, junto a los campos del tubérculo que cultivaban aquí, justo frente al cordón de colinas rocosas y verdes que le evocaron sórdidos recuerdos de su pasado.

Los hombres habían llegado a la cueva con sus sirios y ofrendas. Entraron hasta que la oscuridad los devoró. Los pájaros que los seguían fueron despolimorfizados, recuperando su forma humana. Dailur comenzó a observar como se desenrollaba y enredaban los hilos que había manifestado:

Alius, el monje calvo, pálido, cuyos ojos siempre permanecían cerrados, que recién recuperaba su forma humana, era tironeado por la niña que lo acompañaba. La pequeña Sonata empujaba lo más fuerte que podía al interior de la cueva. “¡Mi mamá está aquí!” decía, mientras Alius avanzaba con ella. Él le había prometido ayudarla a encontrar a su madre, cuando la conoció antes de subir al barco del capitán. Al adentrarse en la cueva, encontró a la docena de hombres frente a las tumbas de sus hijos. Pero más allá de esas tumbas había una fosa común, que ningún ojo avezado habría descubierto de antemano. Sonata se arrodilló en medio de esa fosa y comenzó a escarbar la tierra, clamando ayuda a Alius, que la miraba desconcertado. Hasta que removiendo la tierra la niña halló un hueso humano y lo abrazó llorando. “!Ayúdame!” le decía, mirándolo a los ojos.

Los hombres tristes frente a sus tumbas miraron a Alius con expectación, cuando éste no parecía negarse a la descabellada petición de la niña. “He hecho una promesa” pensaba para sí, “y está en mi poder cumplirla”. El monje se acercó a la osamenta que sostenía la pequeña. Una puerta se abrió en el ojo de su mente y luego todos pudieron ver un marco de luz plateada entre él y la niña. Extendió la mano a través del marco y desapareció al penetrar en otra realidad. Cuando recogió el brazo, sujetaba a una persona del otro lado. Una mujer de mediana edad, delgada, con el cabello lacio y castaño como el de Sonata. Los ojos de la niña borboteaban entre sollozos, mientras la mujer pasaba de estar atónita al llanto de plenitud al volver a abrazar a su niña.

Alrededor del sobrenatural encuentro, los hombres gritaron ahogados al presenciar aquel dios capaz de revivir a los muertos. Se acercaron boquiabiertos, con la expresión quebrada y alzando las manos en señal de súplica y alabanza. “Señor… Devuélvenos a nuestros hijos” clamaban.

Hsarus, otro compañero, también estaba sorprendido de las facultades de Alius. Hsarus era un hombre grande, con porte de guerrero y procedencia medio oriental dada su barba espesa y su turbante. Una toga oscura descansaba sobre la armadura, que solo exhibía la hombrera izquierda, guanteletes y el brazal izquierdo. De su cinto colgaba una bella cimitarra de empuñadura y vaina arabesca. Hacia su espalda caía una mortaja del color de la sangre, que también envolvía su cuello como una bufanda.

Su vida había estado siempre marcada por la necromancia, pero la resurrección de Alius no parecía magia oscura. A pesar del milagro que acababa de presenciar, Hsarus estaba más inquieto por lo que percibía sobre las tumbas de los niños. En torno a ellos deambulaban tenues fuegos fatuos, que se lamentaban de un modo extraño. Era algo que solo él podía ver. Los fantasmas no le eran ajenos. Pero éstos tenían algo que nunca había visto. Habían sufrido una muerte maligna que no les permitía cruzar al otro mundo, como si hubiesen sufrido una maldición. Pero eso tampoco era lo más extraño.

Mientras los hombres sujetaban los ropajes de Alius, Hsarus se acercó a los fuegos fatuos. Sus ojos brillaron con una luz espectral mientras auspiciaban con detenimiento las pequeñas almas revoltosas: los pequeños fetos etéreos albergaban en su interior otro ser, uno oscuro, como un pólipo o un tumor. Al auspiciar más detenidamente la grotesca anomalía anímica, ésta lo miró a los ojos y le sonrió con una malicia perversa y ajena a toda maldad humana conocida. Hsarus palideció recordando su pasado necromante, mientras retrocedía con un horror atávico y una fría gota de sudor surcaba su cara desde el turbante hasta la barba. Para colmar el estrés de sus nervios, podía ver cómo Alius volvía a abrir el marco plateado y traer de él uno de los niños, que no mostraba más que la infinita ternura de un lactante de ojos azules y rosadas mejillas.

Hsarus estaba paralizado de horror, pero una visión lo hizo reaccionar. Detrás de uno de los hombres tristes, la silueta del capitán se reveló desde la penumbra con unos ojos fríos. Un cuchillo se deslizó de lado a lado y en silencio por la garganta de ese hombre. La sangre empapó sus propias ropas mientras se ahogaba y su consciencia se desvanecía. El capitán miró a Hsarus e hizo un gesto llevándose un dedo a la boca, para que guardara silencio. Luego asintió, como diciendo “confía en mí”. Pero uno a uno fue repitiendo su obra, recostando gentilmente los cuerpos de los hombres mientras el suelo de la caverna comenzaba a encharcarse con la sangre.

Cuando el niño fue revivido, ya no había ningún hombre, ni siquiera el padre del niño. Los últimos habían huido de la cueva y el capitán los siguió como su sombra con el cuchillo en mano. Mientras Dailur se preguntaba su papel en el destino que acababa de obrar, Hsarus recién recuperaba su compostura preguntándose por qué no había reaccionado. Aunque sus ojos estaban cerrados, la mirada de Alius se perdía en el vacío. Ya había “ayudado” a la niña y a un hombre, o así lo pensaba, pero no estaba seguro de si se sentía como quien ha ayudado a alguien. Después, cada uno emprendió viaje de regreso a la taberna. Todos menos uno.

El cuchillo del capitán todavía tenía trabajo que hacer. El mismo trabajo que había comenzado 10 años atrás, cuando cobró las vidas de las asesinas de niños. La pequeña Sonata deben haberla escondido cuando ocurrió la masacre. Cuando las había descubierto haciendo los sacrificios, ya habían muerto varios niños. Probablemente, los hijos de los hombres que ahora había tenido que matar. Hombres que ahora habían caído en desgracia, en el vicio, pero por sobre todo, en las mismas prácticas que las brujas, como recurrir a extraños rituales que pretendían revivir a los muertos.

Una de las brujas se le había perdido, al parecer, pues ahora estaba viva. También su hija lo estaba, que al crecer haría lo mismo que su madre. Y también el pequeño lactante, obra de la brujería, seguro. Su cuchillo debía actuar con precisión y sin dudar.

Sin la presencia de brujas, mafias ni piratas, la riqueza podía fluir lo suficientemente libre como para que las familias de Grossi pudieran vivir en paz. Eso es lo más valioso. Por lo tanto, ningún precio es demasiado alto para conseguirlo. Sobre la fosa donde estuvo enterrada la bruja revivida, volvía a descansar ella, junto al cadáver de su hija y del lactante. De regreso sobre su fiel navío oriental, el capitán miraba el amanecer, recordando sus años mozos cuando era pescador, antes de conocer a la mujer y bruja que intentaría robar el destino de sus hijos.